Por: Francisco Távara Córdova. Los cementerios son lugares sagrados donde reposan los restos de los que en vida pudieron ser hombres buenos o malos. Si “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, sea este río pequeño, río mediano o río grande, la vida será siempre el agua que va al mar que es el morir, y el cementerio será también aquella orilla donde estas aguas dejan las huellas de su vida.
Por ello, el cementerio es un amplio escenario de huellas donde encontramos rastros de vida en la organización de su arquitectura: en criptas, mausoleos, nichos, tumbas y fosas comunes; cada una de ellas contiene estelas de vida plasmadas sobre mármol y con letras doradas, o letras borrosas de tintura sobre madera, siempre hay una inscripción que indica cuándo nació y cuándo murió el que allí habita.
Nuestra cultura tiene una serie de rituales de despedida y acompañamiento para los muertos. El arte de los epitafios se creó precisamente para que sobre la tumba se graben palabras con las que se identificaba el difunto o con las que se puede sintetizar su modo de vivir. El epitafio podía ser elegido en el tramo último de la vida, como una especie de frase para recordar a quien en vida fue. Las palabras elegidas podían ser extraídas del acervo popular o de los meditados libros de poetas, filósofos o escritores.
Así podían ser solemnes, dramáticas, reflexivas o poéticas, como se lee en una de las últimas publicaciones dela Municipalidad metropolitana de Lima, en el libro “Parca voz”. Sobre la lápida de una tumba en un cementerio local, Chulucanas, se lee: “Aquí descansa Juan sin miedo, el mismo que por su naturaleza aguerrida le puso cara a la muerte, aquí su cuerpo que le dio batalla hasta el final”; pero también se pueden leer epitafios poético-reflexivos: “Amé, reí, lloré y viví, ahora dejadme descansar”. De una u otra forma, estas palabras buscan expresar la imagen imperecedera con la que se debe recordar al difunto, en el primer epitafio, sin duda, como hombre de espíritu valiente e indoblegable; en el segundo, como aquel que vivió cada uno de los procesos de vida, sin frustraciones y sin privarse de nada, y consciente de que ha llegado el final.
Uno de los epitafios más llamativos en el cementerio de la cálida ciudad de Chulucanas, capital de la provincia de Morropón, es el que acompaña la tumba de un hombre cuyas iniciales son PTP, y por los datos de nacimiento y deceso, sin duda, se trata de un hombre que murió bastante joven. El epitafio en mención está grabado con letras blancas sobre una gran pieza de mármol negro, esta contiene el poema que César Vallejo escribió al enterarse de la muerte de su hermano, el título “A mi hermano Miguel”, dicen los versos:
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero, hijos...”
Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores.
Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.
Miguel, tú te escondiste
una noche de Agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.
Oye, hermano, no tardes
en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.
Este poema de Vallejo en un cementerio expresa el profundo dolor y el inconmensurable vacío que ha dejado la partida de Pavel Távara Palacios en el corazón de quienes lo amaron. Pero también son versos que comienzan a tener una vida independiente pues lo visitan y leen no solo sus parientes y amigos sino muchos de los feligreses que acuden al camposanto, y se sorprenden al ver esta singular y llamativa tumba.
Se cuenta, entre las personas que la visitan y los curiosos que se sienten atraídos por el vistoso mármol, que el difunto era un prominente joven profesional a quien de niño le gustaba declamar los poemas de Vallejo: levantaba los brazos, hacía gestos con las manos y se hincaba de rodillas para exigir una explicación al destino, al hombre o a Dios por los duros golpes de la vida. Nada le hacía presagiar que esas explicaciones y esas palabras serían también las que pronuncien sus familiares cuando se enteraron de su fallecimiento.
Los primeros dos días del mes de noviembre la población se volcó al cementerio para realizar los rituales de atención a sus muertos. Esta festividad recibe en Morropón el nombre de “Celebración de las Velaciones o de Todos los Santos y Todos los Muertos”. Se limpiaron las tumbas, se retiró la maleza, se cambió el agua de los jarrones para colocar flores vivas y multicolores, se pintaron las letras borrosas de las lápidas, se repararon las cruces caídas, se llevó la vianda favorita del muerto, se le lloró, se habló con él, se le pidió un deseo y se le agradeció; luego se le acompañó tomando el sol bajo la sombra de los frondosos ceibos. Y, acaso, entre actividad y actividad, entre suspiro y suspiro, entre lágrima y sudor, algún deudo se detuvo a leer los versos de Vallejo que acompañan la tumba de PTP, y quizás piensen para sus adentros que se trata de un epitafio escolta que pregunta por qué la muerte a veces toma la vida de quien tiene mucho que dar y mucho por vivir.