ERP. El Perú vive bajo un gobierno encabezado por un presidente y un Congreso con serios cuestionamientos de legitimidad. Las instituciones del Estado se encuentran sometidas a los intereses de un poder fáctico que no disimula su intervención y que, con gran cinismo, intentó desvincularse de su cercanía con Dina Boluarte Zegarra para, con increíble celeridad, declararle la vacancia y designar en su reemplazo a José Jerí Oré.
Mientras tanto, los transportistas trabajan bajo constante tensión, temerosos de no regresar a casa debido a las extorsiones, una situación que golpea también a otros sectores económicos. Gremios indiferentes a lo que ocurre en el país realizan protestas esporádicas; incluso la juventud ha despertado para cuestionar el contubernio de Fuerza Popular, Renovación Popular, Avanza País, Somos Perú, Podemos y, sobre todo, Alianza para el Progreso, que actúan como si el país les perteneciera.
En medio de una crisis de inseguridad sin control, el Tribunal Constitucional se muestra servil ante fines grotescos; el Ministerio Público opera bajo fuertes presiones y se habla incluso de una posible inhabilitación masiva de fiscales supremos. La Junta Nacional de Justicia desacata fallos judiciales y corre al TC para no ejecutarlos; la Contraloría supervisa con severidad a municipalidades mientras el Congreso, como bandoleros que dominan la comarca, despliega campañas políticas sin reparos. Todo ello alimenta un profundo repudio ciudadano.
Si antes el símbolo de la ilegitimidad fue Dina Boluarte, ahora lo es José Jerí Oré, llegado al cargo mediante conciliábulos y con escasos votos. Y para coronar el espectáculo, hasta Fernando Rospigliosi salió a dar su “mensaje”, exigiendo mayor represión contra los manifestantes.
Hace unas semanas, en Juliaca, la población le recordó a un aspirante presidencial sus declaraciones cargadas de odio: quien antes pedía “bala en la cabeza” para quienes protestaban contra el régimen, hoy solicita el voto de esos mismos ciudadanos. Desde la comodidad limeña lanzó discursos a su antojo, pero en Puno fue abiertamente ridiculizado, cuestionándose incluso su formación y conocimientos.
Vivimos tiempos en los que la discriminación se normaliza, el lenguaje de odio se acepta y se justifican actos arbitrarios, como el cierre de calles en Lima para impedir protestas o la violenta expulsión de ciudadanos que buscaron refugiarse en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Estos atropellos continúan en la memoria de quienes los vivieron.
Las redes sociales, con la libertad que ofrecen, han sido copadas por una red de troles dedicados a desprestigiar al contrario y a pisotear los valores cívicos. Se presume que son contratados por esas fuerzas recalcitrantes que buscan perpetuarse en el poder. Otros grupos, también pagados, atacan con megáfono en mano a sus rivales y, sobre todo, a los periodistas incómodos.
El rechazo expresado en Puno contra un político de verbo violento demuestra que la ciudadanía no olvida. Ese personaje pertenece a un partido que respalda a una presidenta servil a intereses de la derecha, pero no es el único. Otros partidos y líderes pululan en la escena nacional creyendo que los peruanos carecen de memoria. Sin embargo, existe una ciudadanía que no olvida la discriminación ni el abuso.
Los responsables de haber destruido el Ejecutivo y de sostener a una presidenta débil y manipulada tienen nombre: Fuerza Popular, Renovación Popular, Alianza para el Progreso, Avanza País, Somos Perú, Acción Popular, Perú Libre y Podemos. Ellos cargan con la responsabilidad de haber contaminado el sistema político y deberán responder por sostener un régimen que ha arrojado al tacho los pilares fundamentales de nuestra democracia.
Hoy sostienen a Jerí Oré, un personaje sin atributos de estadista. Pero eso no importa: para sus jefes —esa pequeña horda que lo manipula— basta con que se remangue la camisa y haga espectáculo. Mientras tanto, en las calles la muerte campea y los noticieros se llenan de violencia. No es la Policía la que falla: es la institucionalidad en su conjunto la que se ha quebrado.
El país enfrenta una precarización profunda del Estado y de sus instituciones. El poder de facto —congresal y mafioso, como muchos lo llaman— ha copado organismos tutelares como el Tribunal Constitucional, que no disimula su parcialidad; la Defensoría del Pueblo, otrora baluarte de los derechos humanos; la Junta Nacional de Justicia; la Contraloría General de la República y, más recientemente, el Ministerio Público.
La estrategia es evidente: dominar el aparato estatal mediante el nombramiento de funcionarios sumisos y dependientes, que actúan conforme a intereses particulares. El Perú sigue peligrosamente los pasos de países de Centroamérica, donde el autoritarismo descalifica a ciudadanos honestos para impedir un relevo institucional democrático. En este contexto, frente a las próximas elecciones, se deberá estar alerta para evitar que el Jurado Nacional de Elecciones sea también contaminado.
Dos hechos recientes evidencian esta crisis. El primero, la decisión del Tribunal Constitucional que ordena reponer como juez supremo a Martín Hurtado Reyes, anulando la sanción impuesta por la JNJ, muestra cómo se favorece a quienes incurrieron en cuestionadas concesiones contrarias a la ley. El segundo, el atentado contra el Grupo Musical Agua Marina, ante el cual la policía brilló por su ausencia, mientras despliega un exceso de fuerza para reprimir a jóvenes, transportistas y comerciantes que protestan contra un régimen deslegitimado. Paradójicamente, movilizan recursos para detener a un conductor que solo exigió que un policía pague su pasaje.
Otros hechos se suman desde que José Pedro Castillo Terrones, llevado a un estado de locura temporal, intentó convertirse en dictador sin apoyo de las Fuerzas Armadas. La historia de balas y muertes que siguió le arrebató la vida a ciudadanos que tuvieron el coraje de salir a las calles para exigir que se vayan todos. Las manos manchadas de sangre de Dina Boluarte, Alberto Otárola y otros los exponen ante una justicia que, tarde o temprano, llegará.
El país necesita salir de esta crisis de valores. No se puede seguir tolerando discursos de odio, prácticas discriminatorias ni actos arbitrarios. El Estado dispone de herramientas para enfrentar la criminalidad organizada. El Perú tiene potencialidades y oportunidades que deben ponerse al servicio de una institucionalidad sólida y sostenible, propia de un auténtico Estado de derecho..

