ERP/Nelson Peñaherrera Castillo. Solo fueron décimas: 0,4% de diferencia. Contra todo pronóstico, Colombia decidió que no quería el acuerdo de paz que su gobierno había firmado apenas un par de semanas antes con la guerrilla de las FARC, en lo que parecía ser un esquema ejemplar para el continente y para el mundo. ¿La población colombiana, acaso, no quiere la paz? Eso parece decir el 50,2% de quienes votaron, pero también parece no decirlo. ¿Cómo así?
En realidad, la gente de Colombia sí quiere la paz. Habría que estar realmente mal de la cabeza para desear lo contrario. El asunto es que esa estrechísima mayoría no quería un tipo de paz que considera muy concesiva, al punto de que ha dolido que un grupo que siempre se mantuvo al margen de la ley tenga, a toque de genio, representatividad política y amnistía legal por crímenes de lesa humanidad (que en el sistema internacional de justicia se persiguen hasta encerrar a los responsables de por vida).
Pero también es cierto que una estrechísima minoría (casi la mitad) considera que lo de las concesiones no es un asunto importante y mas bien teme que las hostilidades entre gobierno y guerrilla se reanuden en tres semanas, volviéndoles a poner en medio del fuego cruzado, los secuestros y el desorden.
Si todo parecía estar configurado para aterrizar sin problemas, ¿cómo es que de pronto la pista tiene grandes baches?
Creo que el problema de fondo es el miedo a que la violencia regrese (chantaje eufemístico o torcidamente emocional), lo que hizo que las maniobras negociadoras llegaran a una solución a como dé lugar a pesar de las voces disidentes que pedían, en último caso, un consenso. Otra vez el problema es el ‘a como dé lugar’ en desmedro de ese consenso.
No quiero detenerme aquí si el Sí o el No tenían la razón; quiero que nos concentremos en la necesidad del consenso, del que ya hablé por aquí hace varias columnas atrás, pero vamos a traerlo de regreso.
El consenso debemos entenderlo como la uniformidad de criterio y decisión en todas las partes que deben tomar una decisión, a la que todas se someten y la que se ejecuta por igual. Llegar a un consenso es un ejercicio continuo de tomar y ceder hasta que todo el mundo esté satisfecho: saber negociar con todas las partes afectadas o no.
El truco también es que tengan la grandeza de saber renunciar y ganar, exceptuándose de toda soberbia y altisonancia.
El caso colombiano bien puede aplicar a la reciente reacción ciudadana en Piura contra la delincuencia, donde de pronto todo el mundo cree tener la razón, especialmente quienes promueven las decisiones más bizarras, ilegales y desesperadas; la pregunta es cuántos y cuántas estamos dispuestos y dispuestas a sentarnos a trascender la queja y la desesperanza para impulsar un plan de acción, discutirlo con el resto, ponernos en los zapatos de todas las partes, saber ganar y saber renunciar.
No se trata de mi beneficio, el beneficio de mi casa, el beneficio de mi calle o de mi barrio; se trata del beneficio de toda la comunidad respetando sus particularidades.
Además se trata de que la decisión que se tome aplique a todo el mundo sin excepción, siempre que todo el mundo sin excepción haya discutido el tema en igualdad de condiciones, porque si se trata de llegar a un consenso pero de pronto habrá algunos con privilegios, entonces no tiene sentido negociar: si llueve, todos y todas nos mojamos; si hace sol, todos y todas nos bronceamos.
El otro aspecto a considerar es cuánta información manejamos correctamente para sentarnos a dialogar, porque es fácil intercambiar supuestos y prejuicios, pero hechos y
datos es lo que mayormente suele faltar en estos espacios. Y lo peor de todo es que cuando nos enfrentamos a la realidad (como la inviabilidad legal del estado de emergencia), nos resistimos, cerramos los ojos y hacemos una pataleta de proporciones.
Entendamos que la desesperación y el anonimato no son las mejores válvulas de escape para llegar a consensos. Se requiere una ciudadanía proactiva, serena, informada y plenamente identificada que forme un bloque sólido y unitario para resolver los problemas que nos hacen sufrir, como la delincuencia, la que, en todo caso avanza, porque –reconozcámoslo- sabe cómo jugar en pared a pesar de ser poblacionalmente menor. Bueno, en teoría.
Quienes decimos rechazar la violencia, ¿estamos listos y listas para negociar consensos sin recurrir a aquello que estamos combatiendo?
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