ERP. Las movilizaciones protagonizadas por jóvenes de la Generación Z en la capital de la República han sido, en su gran mayoría, pacíficas y legítimas expresiones del descontento social. Sin embargo, el Ejecutivo ha optado por un camino preocupante: en lugar de abrir canales de diálogo y reconocer el derecho constitucional a la protesta, ha decidido estigmatizar y criminalizar a quienes ejercen su ciudadanía, recurriendo a un discurso que los presenta como parte de organizaciones delictivas.
La respuesta del presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Arana Yza, ilustra con claridad esta postura. En declaraciones recientes, el premier sostuvo que detrás de las protestas existiría “una mente criminal” que organiza a los manifestantes, les proporciona artefactos y “los dispara contra la policía”. “Esto es organización criminal que tiene demandas distintas a las que son objeto de la convocatoria”, afirmó.
Más allá de la gravedad de las acusaciones —que carecen de pruebas concretas—, la narrativa oficial busca equiparar la protesta social con el delito, debilitando así un derecho fundamental en toda democracia: la libre expresión y la manifestación pacífica. Arana incluso llegó a decir que quienes participan en las marchas deben ser “sometidos al imperio de la ley como parte de una organización criminal”, en referencia a supuestos ataques con fuegos artificiales y sustancias inflamables contra la Policía Nacional del Perú (PNP).
Conforme informamos los días 27 y 28 de septiembre, la juventud comenzó a concentrarse pacíficamente en la Plaza San Martín. Sin embargo, la Policía respondió rodeando a los manifestantes y posteriormente lanzando bombas lacrimógenas directamente contra sus cuerpos. Medios de comunicación alternativos registraron minuto a minuto el desarrollo de los hechos, evidenciando que, si bien hubo reacciones airadas por parte de los jóvenes ante la represión, la protesta en ningún momento alcanzó niveles de agresividad o criminalidad por parte de los manifestantes.
La estrategia discursiva pretendería amplicar más represión contra la juventud. El premier exhortó a los jóvenes a “no dejarse manipular” y a denunciar a presuntos violentistas infiltrados. Con ello, el Ejecutivo pretende desplazar la atención del fondo del malestar ciudadano —el autoritarismo, la corrupción y el desprestigio institucional— hacia una narrativa de “enemigos internos” que justifique el uso desproporcionado de la fuerza.
No debe olvidarse que lo único violento que ha caracterizado las recientes protestas ha sido la reacción policial: uso de gases lacrimógenos, detenciones arbitrarias, golpizas y represión contra manifestantes desarmados. Y mientras el Ejecutivo niega cualquier consigna para reprimir, en las calles el abuso de la fuerza sigue siendo la respuesta habitual frente a la crítica social.
Cortinas de humo y discursos paralelos
Mientras se criminaliza a la juventud, el Gobierno intenta reposicionar su imagen con anuncios que poco tienen que ver con la crisis política y social que atraviesa el país. El premier informó sobre la aprobación de 40 millones de soles para combatir la extorsión en el sector transporte, la instalación de una torre de control en la frontera con Colombia y la reactivación de proyectos en zonas rurales. También destacó la reapertura del aeropuerto de Jaén como muestra del “cumplimiento de la palabra empeñada” con las regiones.
Aunque importantes, estas medidas parecen funcionar más como cortinas de humo que como respuestas a la indignación ciudadana. Ninguna de ellas aborda el reclamo central de la juventud que hoy protesta: un Estado que escuche, respete los derechos y gobierne con legitimidad democrática.
El intento del Ejecutivo de etiquetar a los manifestantes como delincuentes no solo erosiona la confianza pública, sino que socava los principios básicos de una sociedad libre. Criminalizar la protesta es, en última instancia, una forma de silenciar el disenso. Y en democracia, el disenso no se castiga: se escucha.