ERP. Los piuranos somos fieles a las viejas tradiciones y costumbres tenemos el elevado rito de honrar a nuestros muertos. Pero distinguimos entre “angelitos” y “difuntos” los primeros son los párvulos a quienes en su memorial regocijamos con dulces de camote, cocadas, suspiros y alfajores a los que llamamos “angelitos”. En el atrio de la Iglesia de Catacaos hoy las madres bonachones reparten pan de huevo horneado para la ocasión con miel. Para ello eligen a un pequeño de la edad del churre ausente y en su recuerdo entregan las ofrendas de pan y dulce. El churre elegido se santigua y reza conforme a la tradición.
Por. Miguel Godos Curay
Docente y periodista
En el memorial de los muertos se reparten las roscas de todo tamaño y panes de muerto todo un arte de la panificación. Las roscas saben a anís y huevo tienen una sabrosura irrepetible. En ocasiones especiales para acompañar el pavo horneado en la misa de difunto de nueve días se repartía café de olleta, sandwichs y pastel de fuente. El pastel de fuente elaborado en casa y mandado a hornear en la panadería del barrio era también un tradicional rito en la navidad. Nuestro pastel de fuente existe antes de que se impusiera el mercantil panetón de caja en la pascua. Los panetones de la panadería del barrio, eran otra cosa, demandaban la preparación de la masa a puro brazo con abundantes pasas e higos. El horneado se sentía a varias cuadras del barrio.
Nunca celebramos el exótico Halloween. Se rezaba el rosario sin saltarse misterios y la familia entera recorría las tumbas de los ausentes. Siempre se les acompañaba toda la madrugada saboreando café para vencer el sueño y disfrutar de memoriosas conversaciones llenas de recuerdos, hazañas e increíbles historias de aparecidos. Los cementerios ayer se poblaban de velas encendidas hoy están llenos de focos y lamparines de pila. Las velaciones son el recuerdo, cara a cara, con los difuntos. En Paita, aún recuerdo, en el viejo cementerio de San Pedro se amanecía entre velas balbuceantes y ollas de picante para el compartir el desyuano familiar.
La primera obligación participar en las misas de difuntos en las capillas de los cementerios, los responsos y bendiciones eran una fina conexión con el sentimiento religioso popular. El pintado de los nichos con esmalte y aceite linaza rejuvenecían las bocas desdentadas de los nichos. Ahí se colocaban coronas de flores de satén o flores “vivas” encargadas semanas antes para la celebración. Mi padre solía ritualmente coronar a sus deudos y por cortesía postrera repartir ramitos de flores entre los que no tienen familiares que los recuerden.
Venerar a los difuntos es una añeja tradición que resume la cultura andina ancestral y la tradición cristiana. No hay villorrio, caserío o poblado lejano en donde no se recuerde a las “ánimas benditas”. Pasado el kilómetro cincuenta, rumbo a Morropón y a Huancabamba camioneros de la ruta dejan flores y velas para el “soldado desconocido”. Muchos de ellos me refirieron curiosas historias como “la de haberme despertado pues me había quedado dormido conduciendo el camión tras una jornada agotadora. Si no me despiertan hubiese muerto junto a mis pasajeros”.
Mi padre compraba flores y las arrojaba al mar en memoria de ahogados al filo de la madrugada. Lo hacía con una gentil evocación protectora. Los objetos de muerto son una herencia familiar o una reliquia del ayer. Personalmente, en mi biblioteca, tengo numerosas libros de lectores ausentes adquiridos en librerías del suelo en Lima, Trujillo y Chiclayo. Otros me fueron regalados por amigos. Los leo y los conservo con entera gratitud. Tengo y releo un Curso de Filosofía de J. M. Ponce de León (1949) del que fue cura de Paita don Lucio Marcaide fallecido después de administrar la extremaunción a un feligrés del barrio de la Punta. Un infarto lo fulminó en plena calle mientras la vecinas oraban a viva voz a su alrededor. Alguien me regaló el libro en Paita y encuadernado y empastado por Abadí aún lo tengo. Está firmado con la caligrafía ágil de su primer dueño.
Hay quienes destruyen lo que consideran cosas de muerto como si pretendieran disolver con amargura recuerdos, sentimientos, emociones inolvidables. Los libros son compañeros inextinguibles de jornadas innumerables de lectura. Son papel impreso que habla a quienes en uso de esa prodigiosa facultad humana, la inteligencia, los leen. No sucede lo mismo con los saqueadores de bibliotecas, los enemigos declarados del papel impreso, los inventores de alergias y males inexistentes.
Hoy Piura se recoge a los camposantos es una tradición muy nuestra que no debe perderse pues no solo se trata de una conexión con el pasado. Es un puente de paso entre el pasado y el presente. Así lo entendí frente a la biblioteca de Haya en Vitarte. Según Jorge Idiáquez muchos de los libros fueron herencia de Gonzáles Prada. Entre ellos había una primera edición (1609) de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, subrayado en sus agotadoras jornadas de lectura por Víctor Raúl. Los libros son una heredad inagotable. Un patrimonio erudito que debemos preservar. La virtualidad y las ediciones digitales son un trampolín tecnológico que facilita le lectura. Pero los libros impresos tienen el alma sobre la piel son la sustancia misma de la palabra impresa para los lectores.
El papel es de origen vegetal fabricado con la pulpa de las coníferas, el bagazo de la caña o papel reciclado. En cada folio impreso se adhiere la tinta con su inconfundible y misterioso aroma. Lectores como Borges, Eco, Reyes y Vargas Llosa disfrutan del aroma de los libros. Al igual que los estudiantes seducidos por el encanto de los útiles escolares nuevos los huelen hasta saciarse. La tinta colegial de antaño era cuatro onzas de anilina, agua limpia, unas gotas de jugo de limón y otras de trementina. Según los estudiantes diestros en el uso de las plumas de canuto esta tinta es eterna e imborrable. Para dibujos en cartulina la tinta china. Como el infinito simpliciter (absoluto), infinito en la esencia, equivalente a todas las perfecciones posibles sin fin en toda la línea del ser. Sólo Dios, dice en la página 414, el libro del padre Marcaide.