ERP/N.Peñaherrera. Esta semana, dos amigos me llamaron pidiéndome ayuda para aconsejar trabajos universitarios.
Es la temporada de finales, y para quienes hemos estado en esas danzas, ya sabemos el estrés que representa por ganarle tiempo al tiempo y adivinar el gusto bipolar de varios y varias docentes, cuyos criterios de evaluación suelen ser más subjetivos que mis columnas de opinión.
Para no hacer largo el cuento, en ambas consultas el o la docente dejó a sus estudiantes, una actividad en particular, pero jamás les dijo cómo hacerla. Ni siquiera una noción. Solo “háganlo” y “si no lo presentan, los jalo”.
Para suerte de nuestra comunidad, los y las estudiantes que me consultaron tienen cierta curiosidad científica y averiguaron de qué iba el asunto, entonces se les pudo aconsejar, y eventualmente presentaron las asignaciones. Espero que hayan salido bien, porque mi reputación está en juego.
Lo que parecería un ejercicio de habilidad universitaria común, tomó otro color cuando uno de mis amigos que me contactó con uno de los dos grupos se quejó, como nota a pie de página, que cierta renombrada universidad tiene por costumbre que sus docentes aprueben maestrías y doctorados a costo cero.
¿Cómo? Haciendo que sus alumnos y alumnas investiguen por ellos y ellas, pero reconociéndoles cero créditos. Es decir, el trabajo de campo lo hace el ‘pulpinato’ mientras el cuerpo docente solo corrige y firma a nombre propio: ganar indulgencias con avemarías ajenas.
Cuando le conté la anécdota a uno de mis compañeros de equipo, me lo confirmó: es cierto que a veces los y las docentes dejan trabajos sobre los que no tienen ni la más remota idea de qué va.
¿Cómo lo compruebas? Cuando les consultas te salen con la típica respuesta de “tú ve cómo lo haces, yo solo corrijo”. ¿Sobre qué base, si lo ignoran? ¡Misterio sin resolver!
“Lo que pasa es que te ponen el trabajo porque así les dice el syllabus, pero ni ellos entienden por qué está en el syllabus”, me subrayó mi compañero, quien hace varios años se tituló en su universidad, y que me parece un sobresaliente prospecto para docente. Sigamos.
Es cierto que la docencia universitaria no consiste en dictar clase, sino en desafiar a que el alumnado aplique todos sus recursos personales, tecnológicos y cognoscitivos para resolver problemas en el mundo laboral real. En otras palabras, a investigar para actuar.
Pero, la docencia universitaria también implica que quien orienta el proceso de enseñanza-aprendizaje en el aula sepa leer el pentagrama para que, si la ejecución de la melodía es incorrecta, pueda decir cómo reafinar. Si no me entienden la metáfora, ¡pucha!, estamos perdidos.
Y la docencia universitaria también demanda grandes dosis de humildad para admitir que si algún discípulo o alguna discípula ha descubierto algo que enriquece el conocimiento, incorporarlo sin mezquinarle méritos, y más bien agradeciéndole por ver más allá de lo evidente.
Entonces, desde mi punto de vista, un o una docente en la universidad debe ser positivamente desafiante, ampliamente conocedor y sabiamente humilde.
Insisto que ciertos vicios de la personalidad como el sadomasoquismo, la soberbia, la psicopatía, la bipolaridad o la ignorancia, en alguien que forma en una universidad son temas de extremo cuidado porque afectan la calidad de la enseñanza, y hacen de la experiencia científica de aprender una tortura, no un reto.
Ni hablar de las pugnas de poder entre docentes para ver quién controla qué, y vengándose en las notas con quienes no les hagan segunda voz.
Capítulo aparte están los y las docentes que aprueban a cambio de sexo.
Para quienes ya hemos egresado, es un gusto orientar a las nuevas generaciones y co-educar (en nuestros espacios o en el mismo claustro); pero, reemplazar el trabajo que se debió hacer en el aula, ya es un tema que nos deja mucho que pensar.
¿Será efectiva la Ley Universitaria para separar el grano de la paja?
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