ERP. Una historia humana real o imaginada se puede contar desde el más simple de los párrafos hasta la más extensa y completa descripción con todos sus matices y variantes. El cuento es esa narración breve que con mucha sutileza describe mundos reales o imaginados que forman parte de un espíritu siempre ebulleciente y en búsqueda de la estética narrativa. Diana Marcela Mantilla, ingresa en la literatura, le da cuerpo y sentido a sus vivencias y nos recrea con sus primeras creaciones.
Diana Marcela, es una profesional colombiana, a quien conocimos en el 2009 cuando cursaba sus estudios de maestría en España; escribió algunos artículos para nuestro diario y ahora hace realidad una de sus aficiones e ingresa a la literatura con buenos augurios.
Nada cambiará
Diana Marcela Mantilla Espinosa
Soy un hombre de cincuenta y dos años y mi mujer me implora que cambie. ¿Qué tanto puede esperar de mí si han transcurrido veinte años de matrimonio y todo sigue igual? Ella usa pijamas viejas y me reclama por los platos sucios que dejo en la mesa. Yo me quejo de las mascarillas verdes sobre su cara, aunque al quitárselas, me deleita pasar la mano sobre su piel suave que aún reserva juventud.
— ¡Deja de fumar! —dice en las noches cuando regreso del trabajo –hueles a tabaco.
Se queja de mi aliento a nicotina. Entonces mastico una menta y con un tono de desaprobación agrega: — todavía hueles. Come más.
Y mastico una segunda menta.
Me pide que deje el cigarrillo y yo le digo que sí. Que me vuelva ordenado y yo le digo que sí. Que llegue temprano y yo le digo que sí.
El cigarro y yo estrechamos cada vez más nuestro vínculo de satisfacción. Margarita se enfurece por los globos de humo que salen de mi boca y yo me alegro de que vuelen por el aire.
Le sugiero que se compre pijamas cortas y con voz quejumbrosa me alega que siente frío. Entonces la abrazo bajo las cobijas y me refugio entre sus telas calurosas.
Deja abierto el cajón de la mesa de noche y las veces que camino de prisa frente a ellos, me golpeo en la pierna con la punta de la madera. Salto en un pie para aminorar el dolor, me quejo y ella se disculpa por su olvido. Una vez que pasa el calambre y quedo tranquilo, Margarita se burla de mis brincos y los gestos que resultan producto del golpe. Se ríe con tanta gana, que sus sonidos agudos me contagian y los dos terminamos saltando en una pata.
Ella es distraída y descuidada; yo incumplido, desordenado y disfruto del billar. ¿Y qué más da?
Hemos esperado cambios pero todo sigue igual. La transformación es algo que nos aterra. Algunos cambios son naturales, otros, impuestos. Los cabellos crecen, salen canas, desaparecen. La flor deja de serlo, un botón, un retoño tras de ella, una flor seca. ¿Y qué nos deja el cambio? Vida, transformación o muerte.
En su brazo izquierdo usa un reloj de números grandes con correa de cuero. La animo a que lo regale porque sé que los viernes en la noche lo revisa mil veces mientras llego a la casa. Me confiesa que la pantalla del reloj la encandelilla, que los números se agigantan, se salen del vidrio y le dicen: “Otra vez, marcamos las doce, la una y las dos”. Ella lo toma como una burla mía y del reloj, en cambio yo, lo considero como un tiempo que nos separa y más tarde nos une.
Sus cálculos incoherentes le crean escepticismo de mi puntual llegada. Admito que fijo como hora máxima las doce. La incumplo. Pero jamás, jamás, llego después de las dos de la mañana, porque después de esa hora, ninguna pretexto es creíble. Por más esmero e imaginación, no se podría justificar una llegada a la madrugada y mucho menos, una dormida fuera de casa.
Detecto su mala cara al otro día y le reitero que las carambolas son en su nombre. Disimula la emoción de saber que mi esfuerzo por mejorar las jugadas se inspira en ella. Le envío fotos con mis amigos, así le queda claro que ando sin mujer distinta a la mía.
Me dice que me acueste con varias y no con la misma vieja. Margarita sabe que el amor se lo hago solo a ella. Me gustan las mujeres, pero me aguanto las ganas de llevarlas a la cama, porque sobre los colchones se engendran retoños y enredos.
— ¡Búscatelas bonitas si has de ponerme los cuernos! —me ha gritado algunas veces. Afirma que así mantendrá en alto su dignidad, porque le aterraría que la cambiara por una golfa vieja y teticaida.
— ¡No lo haré jamás! —le respondo sonriente y se enoja al ver que me burlo de ella. Le planto un beso en toda la boca, frunce el cejo con una mirada coqueta y así me da vía libre para salir a jugar.
Creemos que la relación puede caer a la borda, pero al término de cada año, nos alegramos porque sobrevivimos a la inconsciencia de cada uno; o más bien, a las acciones conscientes que no nos da la gana alterar. Los besos que intercambiamos, las miradas confidentes, nos protegen del peligro que nos aqueja, y aminoran el riesgo de separarnos.
Sus pijamas grandes y cálidas me inspiran a hacer las carambolas en su nombre y mis videos la mantienen viva a pesar de la hora en que los envío. Es tan dulce desde los domingos hasta los viernes, que un día de su mal genio en la semana, es soportable luego del arrepentimiento mutuo: ella por su temperamento y yo por incumplir la hora de llegada.
Aún susurramos nuestros nombres en la cama mientras nos amamos. Es la prueba de que el deseo sigue vivo. Al inicio de la relación, de manera involuntaria, la llamaba a cada instante. ¡Margarita, Margarita, Margarita! Se sonrojaba y me besaba con timidez. Ahora me ocurre que cada vez que viaja por motivos del trabajo, menciono su nombre después de algún recuerdo grato, entonces mi cuerpo se torna rígido y aparece un cosquilleo estimulante, húmedo y sereno.
Nuestras almas y cuerpos siguen vivos, subsisten. No creemos en la perfección, la alegría extrema nos resulta sospechosa.
Ha sido una larga espera para el cambio. Lo cierto es que nos encierra una necesidad de permanecer unidos, casi compulsiva. Existe una falta de voluntad real para alejarnos. Como estamos, vivimos satisfechos y aunque nos quejemos de tantas cosas, los dos sabemos que nada cambiará.
La mejor compañía
La tarde caía y la anciana aún permanecía sentada en el banco del parque. Usaba un vestido verde de flores blancas que hacía juego con los árboles bajo los que se sentaba a tomar el sol. Algunas palomas se le acercaban para que les lanzara comida. Si no recibían el alimento, se marchaban a los pies de quienes les arrojaban maíz y boronas de pan. Cuando se alejaban, la mujer cerraba los ojos y tarareaba algunas canciones alegres de su juventud. Sonreía y ladeaba la cabeza de forma delicada. Transmitía calma.
Un joven de contextura delgada que montaba en bicicleta se sentó junto a ella a descansar. Sacó una bolsa de maíz que le compró a un vendedor del parque y comenzó a arrojarles manotadas a las aves. Se divertía viéndolas correr y picotearse para atrapar los granos. Ella lo observaba.
— ¿Si ve señora cómo vienen a mí? Estoy por creer que me conocen —dijo animado.
—Claro que lo conocen. Las palomas son hambrientas. Solía darles comida pero me cansé, ahora prefiero mirarlas de lejos.
— ¿Disfruta del parque? —le preguntó en un tono amistoso.
—Bastante. Corría por los senderos con mi esposo y mis hijas cuando eran pequeñas. Enviudé hace diez años. Ellas ya crecieron y viven con sus maridos.
—Me gusta hacer ejercicio en este parque y siempre la veo sola —dijo el muchacho sin recato.
—Nunca lo estoy. Hay recuerdos en el lago, en cada uno de los jardines, en las praderas.
—¿Se siente triste?
—Al contrario. Tranquila y feliz. Estoy bien acompañada.
El joven miró a su alrededor sin entender.
—Apenas estamos los dos.
—Observe a las palomas. Se acercan cuando adivinan los granos en los bolsillos. Como esa condición me aburre, recurro a la más sincera de todas las compañías.
El muchacho la miró extrañado. Vació la bolsa sobre el suelo y las aves se abalanzaron hasta acabarse el último grano. Al terminar, alzaron el vuelo hacia otra banca.
—Se han marchado —dijo el muchacho.
—A quien aman es al maíz. Ahora usted también está con la mejor compañía —dijo sonriente la mujer.
El joven contempló a su alrededor con un dejo de tristeza, se despidió de la vieja y con la bolsa arrugada en la mano, regresó a la bicicleta.