ERP/Miguel Godos Curay. Los piuranos del siglo pasado repetían a boca de jarro que Piura sólo tenía dos estaciones. “El verano y la Estación de Ferrocarril”. Los de hoy, afectados por el cambio climático. Sostienen en una nueva versión lo mismo: “El invierno y el infierno”. Pero hay matices de calores conforme al escenario y las temperaturas. Distinto es el calor piurano del mediodía que atonta y alela. En las picanterías del barrio norte. Dicen: ¡acojuda!
Otro es el calor reverberante de Sullana. Los palomillas y vagos caminen a brincos pata pelada por las calenturientas veredas. Y el nocturno calor mortificante de Chulucanas. En las viviendas campesinas se exacerba el aroma de los silos de algarroba. En las antañonas casonas de adobe se cuelgan cabuyas templadas para colgar los mosquiteros. Los zancudos zumban y rezumban entre nubarrones de humo de palo santo.
El calor se desliza suavecito desde noviembre, hasta los primeros días de colegio en marzo y abril. El mejor antídoto para el calor es la raspadilla con jarabe de cola y tamarindo. Es buena también la limonada helada y licuada para el momento. Antaño en el desaparecido Hotel Colón, se servía el té a la inglesa. Helado y con Limón. Otros preferían el soporífero té caliente. Provoca transpiración y después un refrescante frescor.
Nuestros abuelos acostumbraban plantar un algarrobo frondoso para morigerar el calor. Es el aire acondicionado de los pobres. Dos para colocar una hamaca de Locuto y procurarse una buena siesta. En Catacaos, La Arena y La Muñuela no hay nada mejor que limetas de claro y buena chicha. Las abuelas preferían cantarillas de barro que preservan el agua fresca. O el agua destilada en piedra de Sanjinez traída desde el Cerro Azul de Paita, en ellas, gota a gota, el agua refresca, en un musical cántaro de Simbilá. “Ay mamita la calor me mata” repiten en cantarín tono, las piuranas.