Por: Nelson Peñaherrera Castillo. Los amish son una comunidad etnorreligiosa que vive principalmente en la porción norte de la costa este de los Estados Unidos, caracterizada por un estilo de vida sencillo en el que todo lo que llamamos tecnología de punta está proscrito, como si se hubieran quedado congelados en el tiempo al menos un par de siglos atrás, lo que no impide que contacten a la sociedad actual lo mínimo que les sea posible.
Aunque para los ojos que están acostumbrándose a la realidad aumentada esta gente pasa por peculiar, al menos, nadie en su sano juicio -ni siquiera Donald Trump, quien no se especializa precisamente por tener juicios sanos- les critica por éso a pesar que no les entienda.
Y éso es lo simpático y empático de la democracia: existen personas en tu comunidad quienes no comparten el estilo de vida de la mayoría, tienen uno alternativo que genera tantos beneficios como el tuyo (aire puro, alimento seguro), y le respetas en su modo de ser.
La democracia es, como he dicho de todas las formas posibles aquí, el fomento, el respeto y la promoción de la diversidad usándola como ventaja antes que como dificultad.
Por supuesto que esta visión funciona cuando el entorno es total o mayormente democrático. Cuando no, usamos las diferencias para generar violencia. Claro que no es una violencia espontánea, sino que, basado en las experiencias que cubrimos, responde siempre a intereses de unas cuantas personas no dispuestas a perder poder, dinero o quién sabe qué.
Por lo menos en el entorno piurano no tenemos grupos que puedan compararse a los amish. Podríamos decir que, independientemente de si vivimos en entornos urbanos o rurales, estamos relativamente integrados, patrones culturales más, patrones culturales menos; pero, digamos que casi todos y todas en nuestra comunidad partimos de un consenso común que consiste en luchar por un desarrollo inclusivo y que resuelva la mayor parte de nuestras necesidades básicas.
El tema es cómo llegamos a ese consenso, y cuánta disponibilidad tenemos de generar un diálogo donde se encuentren las opiniones discordantes en un entorno respetuoso, amable, donde el manejo de la controversia sea evidente pero sin agresiones. De ese modo, el panorama se enriquece mucho más y la calidad de las decisiones tomadas aumenta.
¡Éso es desarrollo, en efecto! No así, la imposición de la voluntad de unos cuantos sobre muchos otros, la que, una vez que comienza a perder terreno porque la realidad demuestra que habían más cosas más allá de un sí o un no, en vez de enriquecerse con nuevos argumentos, se enriquece con intrigas o injurias.
Obviamente que el segundo escenario no es democracia. Es cualquier cosa menos democracia. Y como ciudadanía tenemos que estar atentos y atentas cuando el diálogo se hace unilateral y trata de desbancar a como dé lugar a las opiniones fundamentadas (que no es sinónimo de opiniones fundamentalistas, ojo) que, de pronto, se contraponen a lo que creíamos la perspectiva más razonable.
En la medida en que abramos la mente y el resto de los sentidos a esta posibilidad, nos daremos cuenta que, a veces, la solución más simple resulta siendo la mejor. Quizás los amish lo entendieron, y siguen sobreviviendo como parte de su propio tejido social, más de dos siglos después.
Alucinante, ¿no?
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