ERP/Nelson Peñaherrera Castillo. Duela a quien le duela (o a lo mejor no), tenemos un fetiche con las botas y los uniformes. Desde una secreta envidia a quienes lucen pitas, galones y charol como calzado, hasta quienes exigen su exótica presencia para animar el final de un estado civil (léase despedida de soltera). Su presencia nos tranquiliza, nos reduce las revoluciones o nos aumenta el ritmo cardiaco.
¿Admiración? sí, pero no por quien luce el atuendo marcial sino por lo que en el fondo representa: nuestra necesidad de estar bajo dominio.
Nos cuesta trabajo seguir las reglas o simplemente nos las saltamos. Y como somos tan pobres de actitud, necesitamos irremediable e inconscientemente desvirilizarnos o revirilizarnos ante la autoridad que da un uniforme. Y mientras más verde olivo, mucho mejor.
Pero, ¿qué pasa cuando nos niegan su presencia?
Involucionamos, des-maduramos, nos rebelamos infantilmente porque somos incapaces de autogobernarnos, y requerimos que alguien lo haga porque nos cuesta trabajo compensarnos o reprendernos por nuestra cuenta.
Pero la cosa no queda ahí. Parafraseando a la psicoterapeuta Carmen González, todo podría deberse a un pasado donde papá o mamá nos corrigieron con fuerza rayando en violencia que, cuando adultos y adultas, buscamos que se nos trate de la misma manera, insisto, inconscientemente.
Y cuando juntamos miles de individuos con el mismo trauma, y peor aún cuando hemos crecido pensando que estamos más allá del bien o del mal, tenemos ese caos llamado inseguridad ciudadana.
La raíz es la violencia, la respuesta es la violencia y la solución es la violencia. de pronto, se convierte en nuestra diosa, porque hasta la violencia usamos para imponer nuestras creencias al tomar una calle a punta de altavoces, despreciar abiertamente a quien expresa su fe de forma distinta o hasta usarla para nuestros fines personales. y así por extensión al resto de nuestras dimensiones y espacios.
Necesitamos la violencia porque creemos que a más fuerza, más poder. No sabemos para qué lo necesitamos en concreto, pero primariamente lo anhelamos para establecer un orden, nuestro orden, con violencia y así asegurarnos que, en todo caso, si hay una ley a seguir, sea nuestra ley. Y quien la subvierta, se le aniquilará con violencia, poca o mucha, pero violencia a final de cuentas.
Y como prueba de que mi argumento tiene cierta razón, al finalizar estas líneas, lo rechazarás con un insulto compasivo o una mentada que jamás te dejarías decir de frente. Violencia al fin y al cabo.
Abramos nuestra mente. Nos están obligando a seguir un culto donde el sacrificio es sangre en la medida de lo posible, y no para convertirla en vino, sino para transformarla en más sangre. De ti depende ser cófrade de tan enfermiza hermandad, o ser libre.
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