ERP. Por Nelson Peñaherrera Castillo | @nelsonsullana. En las últimas semanas, Perú ha comenzado a ocupar un lugar distinto en el mapa estratégico de Estados Unidos y de la región andina. No se trata de un solo hecho, sino de una convergencia de señales: delegaciones del FBI y la DEA en Lima, una reunión presidencial con Ecuador centrada en crimen transnacional, un proceso electoral en marcha y, según Bloomberg, la intención de Washington de designar a Perú como aliado principal no perteneciente a la OTAN.
Leídos por separado, estos hechos pueden parecer coyunturales. Leídos en conjunto, configuran un cambio de fase en la relación entre seguridad, política interna y geopolítica regional. Y ese cambio toca directamente a territorios como Piura, donde la frontera, el comercio y la informalidad convierten a la región en un espacio clave.
El crimen organizado que hoy afecta a Ecuador y avanza en Perú ya no responde al modelo clásico del narcotráfico. Las organizaciones han diversificado sus fuentes de financiamiento hacia la minería ilegal, la trata de personas, el tráfico de armas y la extorsión bajo esquemas como el gota a gota. Esta combinación les permite financiarse, controlar territorios y penetrar economías locales. El resultado es un fenómeno transnacional, que no reconoce fronteras administrativas.
La reunión del 12 de diciembre entre los presidentes de Perú y Ecuador en Quito debe leerse bajo esa lógica. Ecuador habla desde la experiencia de una crisis abierta: bandas armadas, puertos capturados y cárceles convertidas en centros de poder criminal. Perú, especialmente en su franja norte, aún está a tiempo de evitar ese escenario, pero solo si reconoce que el problema ya es compartido.
En paralelo, la presencia del FBI (Oficina Federal de Investigaciones, por sus siglas en inglés)y la DEA (Agencia Federal de Combate contra las Drogas, por sus siglas en inglés) en Lima marca un giro relevante. Estados Unidos no espera al colapso para intervenir, como ocurrió en otros países, sino que apuesta por una prevención estratégica, basada en inteligencia, cooperación policial y alineamiento político.
En ese marco, el posible estatus de aliado principal no OTAN para Perú no es solo simbólico: implica mayor cooperación militar y una relación más estrecha en materia de seguridad.
Aquí aparece una capa adicional, incómoda pero inevitable: la política electoral. Perú entra a elecciones presidenciales y congresales, y Bloomberg ha documentado que la administración Trump ha presionado abiertamente a países en procesos similares para alinearse con su agenda, condicionando apoyos y retirando otros, como la cooperación tradicional de USAID. No hay evidencia de una intervención directa, pero sí de un rediseño del entorno político, donde la seguridad dura y el alineamiento internacional pesan más que las agendas sociales.
Este patrón recuerda, con matices, prácticas que no se veían desde la Guerra Fría: no mediante imposiciones abiertas, sino a través de presión indirecta, cooperación selectiva y negación plausible. El enemigo ya no es ideológico, sino criminal, pero la lógica de alineamientos persiste.
Para Piura, todo esto es concreto. La región es frontera viva con Ecuador, nodo comercial, espacio de tránsito y territorio donde la extorsión y las economías ilícitas crecen. El refuerzo de la cooperación internacional puede traer mayor control y presencia del Estado, pero también el riesgo de respuestas exclusivamente represivas si no se acompaña de políticas económicas y sociales.
La pregunta de fondo no es si la geopolítica llega a Piura. Ya llegó. La verdadera cuestión es si la región será solo un escenario donde se apliquen estrategias diseñadas desde fuera, o si logrará convertirse en un actor consciente, capaz de exigir que la seguridad no se construya solo con operativos, sino también con desarrollo, institucionalidad y control territorial sostenible.

