ERP. La memoria del sabio naturalista italiano se encuentra asociada a la historia del Perú, aquí dejó sus huellas, nuestro país fue su segunda patria, y su amor profundo por esta tierra se evidencia en sus investigaciones, y en haber permanecido entre nosotros durante la guerra con Chile, siguiendo la suerte de la patria. Raimondi estuvo en Sojo y La Capilla, Sullana, en octubre de 1868.
Por Miguel Arturo Seminario Ojeda
Presidente Honorario de la Asociación Cultural Tallán
El pueblo de Sojo debe su nombre a los antiguos propietarios de la hacienda, los Sojo Cantoral, que la tuvieron en propiedad en los siglos XVII y XVIII, recordándose de entre ellos, a doña Leonarda de Sojo Cantoral, nacida en Piura en 1667, y fallecida en esa misma ciudad, el 19 de diciembre de 1733, fue hija del capitán Francisco de Sojo, sepultado en Piura, y de la piurana Catalina Cornejo de Cantoral.
Leonarda fue casada con el capitán Mateo Gonzáles de Sanjinés, fue madre de Juana María y de Francisca Catalina Gonzáles de Sanjinés y Sojo. Entre sus hermanos se contó a Francisco Joseph, Águeda Luisa, Simón, y a Juan. Sobre la familia Sojo de Cantoral, ha dado cuenta la historiadora piuranista Susana Aldana Rivera, en su libro sobre las tinas de jabón, ya que la mencionada familia era de las más poderosas tineras de la región, es decir, se dedicaban a la fábrica de jabón.
A estas tierras, en las que se enseñoreaba esta familia, llegaría 150 años después el naturalista Antonio Raimondi, dejando una minuciosa descripción de su paso por ella, antes de entrar a la villa, después ciudad de Sullana, en 1868, como se da cuenta en boletines de la Sociedad Geográfica de Lima.
Los Sojo eran dueños de las tierras de Tangarará, por herencia, y por mecanismos de apropiación violenta, y los indígenas resultaron perdedores, extendiéndose las tierras por más de 30 leguas, tamaño considerable, que aumentaría años después. Frente a los constantes reclamos, Sojo siempre salió victorioso, las tierras eran en realidad de su esposa quien las había heredado de sus padres. Inclusive, en 1665 el corregidor de Piura lo declaró propietario legal de otras tierras desde Jíbito hasta La Capullana, en ambas orillas del río Chira, de ese modo, Jíbito quedó en poder de los Sojo.
El presbítero Francisco Martínez del Palomar estaba en contra de Sojo por la apropiación de tierras, llegando el caso hasta la Real Audiencia en 1681, la que falló a favor de Sojo, pese a que las tierras habían sido del indígena Juan Chunay: Lo cierto es que las tierras usurpadas, más las que fueron de los Troche de Buytrago, tíos de Catalina de Cornejo y Cantoral, terminaron en propiedad del capitán Francisco de Sojo.
Durante la república, al valle del Chira llegaron varios exploradores en visitas oficiales, enviados por el gobierno para estudiar el potencial económico de la zona, y para hacer propuestas que impulsen el desarrollo de ese espacio. Hasta 1847, no contamos con información del pueblo de Sojo, al parecer inexistente como tal, porque en la Comisión de Caminos de 1847, enviada por el presidente Ramón Castilla, se menciona el sitio llamado Monte Sojo, y al caserío de Jíbito, es decir, Jíbito tenía mayor presencia que Sojo, como conglomerado urbano. Luego se menciona a la hacienda La Capilla.
Sin embargo, es la visita de Raimondi en 1868, la más detallista. Salió de Tangarará y pasó el río en Canoa, llegó a un “morrito que se llama Montesojo”, y para entonces ya había una ranchería cerca a la casa hacienda de la “haciendita de Montesojo”, observó desde aquí la cordillera de los Amotapes que se perdía frente a su vista, y siguió por el camino de un gran arenal desde el que podía divisar el río. Pasó por Jíbito, y se detuvo en La Capilla, donde había una ranchería más grande que la de Montesojo y Jíbito.
En Jíbito, pero sobre todo en La Capilla, le llamó la atención ver a las casa sumergidas entre médanos, pero no derribadas por la arena, y de inmediato buscó encontrar una explicación, tras observar que pedazos de callanas y carbones regados por doquier, impedían el paso de la arena, ya que cuando no se usaba este mecanismo, las paredes eran derribadas por el viento y la arena.
Al respecto anota: “Aquí es donde se aprecia el efecto admirable del carbón, notándose casas rodeadas por tres lados de un médano, separado de las paredes por una especie de callejón de 40 a 80 centímetros de ancho y cuyo piso de halla enteramente cubierto de pedacitos de carbón, y asombra realmente ver que la arena pertinaz detiene su curso destructor ante los livianos trocitos de carbón, cual fogoso corcel que cesa instantáneamente su carrera impetuosa bajo la acción de las riendas”
También observó Raimondi, que en el camino entre Montesojo, Jíbito y La Capilla, no solo había pedacitos de carbón esparcidos por doquier, y muchos trozos de callanas o pedazos de cántaros, sino también huesos de animales muertos que contribuían a detener a las arenas, junto a muchas conchitas, que regadas en la senda.
Todo esto sin lugar a dudas, las barreras para detener a las arenas y al viento inclemente, se debió a las observaciones de los tallanes, que desde hacía siglos habitaban en estas tierras, poniendo en práctica esas tácticas que no les obligaban a abandonar el desierto. Raimondi anotó, que esos trozos de callanas esparcidos por los caminos, si se juntaban, formarían muchas carretadas, eran parte de las habilidades de los habitantes, para que no se borraran las huellas del camino.
Este es el retrato que dejó Raimondi de Jíbito, La Capilla y Sojo, lugares donde alguna de las calles debe llevar su nombre, por lo que significa el registro de la zona, que debe tomarse en cuenta cuando de compartir elementos históricos se trata, y que con toda seguridad reforzaran la identidad cultural en estas localidades.