ERP/N.Peñaherrera. La semana política en el Perú estuvo más que movida. Fue prolija en titulares, imágenes, dichos y exabruptos. De todo como en botica, o como en verdulería.
Aunque eso hay todas las semanas, ¿no?
Pero, sin lugar a dudas, el hecho más significativo fue la derogación de la Ley de Fomento al empleo Juvenil, o Ley Pulpín para toda la gallada.
Todo comenzó el sábado 24, cuando en medio de la transmisión del Campeonato de Marinera apareció el presidente Ollanta Humala, pasando por encima de la presidenta del Congreso, Ana María Solórzano, y convocando a pleno extraordinario para el lunes 26.
Sigo sin entender por qué se apresuró tanto en su pedido. Digo, si las corrientes de opinión no le favorecían –el domingo 25 se publicó una encuesta en la que 3 por cada 4 rechazaba la Ley Pulpín-, ¿por qué se quiso correr tanto riesgo?
Al día siguiente, todas las bancadas adelantaron que votarían por la derogatoria. Fue una de esas raras veces cuando cumplieron fielmente lo que prometieron, y aún más: congresistas oficialistas (incluyendo la vicepresidenta Espinoza) votaron para darle lápida mortuoria a la bendita ley.
Para adobar el pastel, resulta que ya había una ley laboral que fomentaba emplear a practicantes y aprendices teniendo beneficios tributarios, y que parecía ser mucho más efectiva. Entonces, ¿qué necesidad había de tener a la Ley Pulpín?
O al presidente le pasó lo mismo que Fujimori cuando tuvo la ‘brillante’ idea de viajar a Chile, o su equipo de asesoría leyó el papel al revés, o quién indujo al mandatario a inmolarse de un empujón. ¡Claro! Porque eso de que tú ordenes jugar ajedrez, pongas el tablero, pongas las fichas, pongas las reglas… y encima te den jaque mate, ¿cómo se llama?
Definitivamente fue un error garrafal haber convocado al pleno, fue un papelón ponerse a decir lo que no era, y fue de principiantes el minimizar la movilización de jóvenes por las calles de todo el Perú, no solo de Lima.
Y es que, cuando se actúa con soberbia, de algún lado saldrá quién nos ponga las patitas en el suelo otra vez; pero como suele venir acompañada de la testarudez, resulta que siempre terminamos dándonos uno y otro cabezazo contra la roca hasta hacernos añicos… o hasta que nos hagan añicos…
Se pierde igual por ambas partes.
Si aspiras a hacer carrera política, la idea no es caerle simpático a uno o a otro bando, o a pretender inventar la rueda, o a creer que el flash es mil veces mejor que el HTML puro (sí, es término informático), o a impulsar una rebeldía que hace agua cuando descubrimos que el discurso público no coincide con la acción privada.
En otras palabras, a jugar sin respetar las reglas.
Hacer política implica dar pequeños pasos, aprender con humildad, a actuar tomando en cuenta todas las partes, y a valorar la comunicación por encima de todas las cosas. Porque eso de que te lances cual kamikaze podría sonar heróico, pero muerto en vida, como que ya no eres tan efectivo o efectiva.
Aunque claro está, estos fallidos baños de popularidad podrían estar ocultando otras cosas nada transparentes ni legales. Y no es suposición; la experiencia nos demuestra que detrás de cada intento desesperado por buscar respaldo, siempre hay algo que jamás admitiremos pero que queremos imponer con tal de obtener poder… ¿para qué? Ése ya es otro asunto, pero fácil de averiguar, especialmente si sabes investigar.
(Opina al autor. Síguelo en Twitter como @nelsonsullana)