ERP/Miguel Arturo Seminario Ojeda. Mientras mi barrio crecía, todo me parecía fantasía, mis padres compraron el terreno en 1955 en la Lotización Santa Rosa, que comenzaba casi en el colegio Las Capullanas y se prolongaba hasta Ventarrones, nombre bien puesto al sector, porque los vientos de agosto y setiembre levantaban tremendas polvaredas, que las arenas pasaban volando hasta “el otro lao”, saltando por encima del río Chira. Poco después, de la manera más irracional, solo por complacer apetitos personales, y a espaldas del vecindario, los militares golpistas, anexaron esa parte, sin el consentimiento de los propietarios, al naciente Sanchez Cerro, que tuvo un comienzo diferente, fue una invasión, que nada tenía que ver con los antiguos propietarios del sector.
En una oportunidad me mandaron a comprar a la tienda de la Sra. Adelaida Cornejo, a quien cariñosamente el barrio conocía como “Santa Julia”, en razón de ser su esposo el propietario de un grifo del mismo nombre, para grandes y chicos era la Sra. Santa Julia, y en su tienda se podía comprar abarrotes y kerosene, así como algunos productos que usualmente solo se encontraban en el mercado.
Siempre había escuchado hablar de los gavilanes polleros, de la agilidad de su vuelo, de su visión extraordinaria, y de su apetencia por los pollos, porque con las gallinas, eso sí que no se atrevían, salvo que hubiesen tenido el tamaño de un cóndor, porque enfrentarse a una gallina, era salir perdiendo. Salí a comprar, sin imaginarme que iba a ser testigo de un episodio que me conmovió en 1965.
La Sra. Adelaida criaba pollos y patos, y ese día, una gallina, cuyos huevos bien empollados habían reventado hacía una semana, estaba tranquilamente en la calle revolviendo la tierra con sus bien adornadas patas, y si encontraba un gusanito, ponía la voz de alerta para que los pollitos aprendieran la lección, no intuyó la gallina, que ese día los pollitos también aprenderían otra lección que los llevaría a visualizar como tenían que defenderse.
Mientras caminaba hacia la tienda, y estaba a pocos metros de la gallina, escuché un zumbido que bajaba desde el cielo, intuitivamente levanté la mirada, porque no había visto ni sentido un helicóptero o algo que se le pareciese, pero era un zumbido que rompía el aire, como si un cuchillo gigante lo cortara en dos partes. Fueron solo segundos, vi que una saeta veloz bajaba del cielo, pero era una saeta emplumada y vertiginosa, a la que seguro la gallina ya se había enfrentado anteriormente, porque la escuché dar de gritos de alerta, y en milésimas de segundo, los pollitos ya estaban bajo sus alas, salvo uno que no pudo escapar de las garras del gavilán, que de inmediato continuó el vuelo levantando a su presa.
Me quedé atónito, fueron segundos nada más, el gavilán ya estaba en alto con el pollito, cuando a pedradas los hijos de la Sra. Adelaida intentaban recuperar al casi recién nacido. La gallina siguió como si nada hubiese pasado, abriendo surcos en el suelo, buscando gusanitos, y los pollitos asomando al verdor de la grama con la que complementaban su dieta diaria de maíz molido. La escena se grabó para siempre en mis retinas, el ciclo de la naturaleza se abrió ante mí con este abanico infinitesimal en tiempo, pero que registré en mis neuronas por el impacto de una escena, entre medio dolorosa y desconcertante.
Miguel Arturo Seminario Ojeda/Presidente Honorario de la Asociación Cultural Tallán.