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Vie, Abr

El mejor amigo del debate político

Nelson Peñaherrera
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ERP. Por más tiernos que luzcan nuestros perros, casi siempre se nos olvida que no siempre fueron perros; que en realidad son lobos evolucionados en otra dirección, que se cansaron de esperar las sobras que otros depredadores de cuatro patas les dejaban, si les dejaban, y que mas bien decidieron aliarse a ese raro ser bípedo que recién comenzaba su historia evolutiva: el humano. Entonces, por definición, los perros son instintivamente carroñeros.

Por: Nelson Peñaherrera Castillo

Digamos que la parte anecdótica de la historia es que la ciencia reconoce el proceso de domesticación como una particular simbiosis: el ser humano tenía ciertas habilidades para darle al objetivo y matarlo con accesorios rudimentarios, pero era algo torpe ubicándolo; en cambio el lobo (que había aprendido a perderle miedo al humano) tenía y tiene un olfato que nos supera pero es medio ‘monse’ lanzándose a la presa viva salvo amenaza grave contra su propia vida.

Lo que la ciencia no termina de entender es quién domesticó a quién, aunque una corriente muy humilde le da el mérito al canino, que no solo supo conseguir alimento sin tanto esfuerzo, sino que a cambio otorgó protección y… bueno, cariño. ¿O van a decirme que no se deshacen en mimos por su perrito? O quizás fue cuando lo nombramos así: perro, y tal parece que la razón fue más sentimental que otra cosa.

Todo ese entramado histórico-biológico-antropológico, más o menos, explica por qué tu can es mayormente carnívoro, aunque hayan por ahí algunos que desarrollan costumbres alimenticias fuera de lo usual; pero también pasa con los humanos, así que no hay nada de raro ahí. Y lo que pasa con uno de los míos es que, además de su ración casera, tiene la mala costumbre de explorar el vecindario a ver qué encuentra.

Ahora que recuerdo sí teníamos otro perro que salía a hacer la misma ronda, pero como el condenado era demasiado simpático –supervivencia del más tierno, diría Neil Degrasse Tyson—había un tendero que siempre le daba por ahí un entremés y luego regresaba a casa, porque si algo tienen los perros de mi familia es un más o menos desarrollado sentido de la orientación geográfica. Digo, ¿en qué otro lugar un suscrito se la pasa acariciándoles la cabeza, no?

Y en la familia tenemos historias célebres, como la de la vez que nos mudamos a este barrio y yo fui el encargado de ir por nuestro perro y traerlo a pie por casi dos kilómetros. Faltando una cuadra, aunque entonces no habían cuadras perfectamente definidas, el animal se me soltó de la mano y se fue corriendo directo a nuestro nuevo hogar como si lo conociera de toda la vida. O tengo otra de una perra que mis papás fueron a dejarla en una chacra por Salitral, y en cuestión de tres semanas se apareció en la puerta de mi casa. Estamos hablando de seis veces la distancia del primer perro que les contaba. Ambos ya no viven para ladrarlo.

El caso es, como te contaba, que mi perro actual ha agarrado como costumbre buscar ración extra fuera de casa, aparte de perseguir a los pobres gatos que intentan infructuosamente formar una asociación de residentes mininos de la cuadra (¿la asociación cuatro gatos?), y lo que parecían inocentes huesos aislados que venía a comer a la puerta de la calle pronto se han convertido en viandas completas: arroz, carne y acompañamiento. ¿Tan en gracia ha caído mi mascota que lo premian con otro almuerzo con depósito incluido, o está pidiendo ‘delivery’ y nosotros ni enterados?

La respuesta llegó cuando uno de los vecinitos que sale a jugar en la cuadra, al ver uno de los más recientes ‘botines’, se le soltó decir que era la comida que su familia había tirado a la basura en su casa. Y, como los niños no mienten, en principio, mamá no sabía si estar molesta con el perro por traer basura orgánica (si al menos la compostara o algo por el estilo) o desconcertada por tal confesión.

La meditación de mamá viene al caso: mientras hay gente que no tiene comida que llevarse a la boca, acá en el barrio nos estamos dando el lujo –porque es un lujo—detirarla como desperdicio. Para quienes hemos oído historias del mundo industrializado o de barrios con altísimo poder adquisitivo, siempre veíamos el tema como algo tan lejano; pero que esté sucediendo en mi propia cuadra me está planteando una seria cuestión moral.

Para quien ha emigrado a ese mundo industrializado y va con lo justo, que no le alcanza para vivir como vive esa gente, o simplemente quiere ahorrar lo más posible, el término ‘banco de comida’ debe sonarle familiar. Son lugares donde se puede conseguir a precio más bajo o hasta donado, alimentos preprocesados o a medio procesar que muchas personas desechan especialmente en los restaurantes de cierto prestigio.

Muchos bancos están financiados por caridades de las instituciones eclesiásticas, como las parroquias, donde hasta es posible conseguir ropa de altísima calidad pero que alguien usó una sola vez en su vida y no se la volvió a poner jamás. Y claro, a un precio que acá equivaldría a unos diez o quince soles, cuando menos.

Son los contrastes que no vienen en el folleto turístico o que el cine o la televisión de esas latitudes muestran de ladito. Es el mundo de los ‘homeless’ (sin hogar) o estudiantes con muchas ganas pero pocos recursos, en el que haces tu cola, y se te da una ración o una muda de ropa limpia. Y es la experiencia de vida que cuando muchos de ellos logran remontar su condición, les sensibiliza tanto que terminan compartiendo parte de su fortuna, ya sea en tiempo, recursos o dinero para que otros no mueran de hambre o de frío.

En menos de una semana iremos a votar por dos opciones que más que simples opciones son dos modelos de vida en las antípodas. De un lado una riqueza basada en la industrialización y del otro algo totalmente amorfo pero que podría llevarnos a perder muchos de esos privilegios que hemos ido consiguiendo conforme la clase media se ha ido profesionalizando a niveles que nuestros padres y nuestras madres quizás ni soñaron.

Quienes defienden ese primer modelo están criticando a quienes defienden al segundo precisamente porque en ese segundo espacio nadie les ha dado una sola garantía de que esos privilegios se conserven, pero en el que también ostentaciones como desperdiciar el agua, comprar lo último en tecnología, armar ruidosas y largas fiestas, o tirar la comida a la basura dan argumentos a ese segundo grupo para decir que la economía social de mercado solo subraya el despilfarro y la desigualdad, cuando se olvidan mencionar que mas bien es el sistema para que quien demuestre tener mejores capacidades tenga el espacio suficiente para crecer cuanto pueda, por mérito propio.

No estoy diciendo que ese argumento de la lucha de clases es válido. Al contrario, es un simple pretexto anacrónico que usa una cúpula manipuladora para que la gente sin plata agarre de las mechas a la gente con plata mientras ese puñadito vive a cuerpo de rey, como está pasando en los países donde han impuesto el socialismo; lo que digo es que nos pongamos a pensar en el fondo qué es lo que estamos defendiendo realmente: un modelo de riqueza basado en la acumulación y el desecho, o un modelo de riqueza basado en un crecimiento solidario. Lo que sí está claro es que somos malos escondiendo el polvo barrido bajo la alfombra, si no, mi perro no encontraría la evidencia y aquel niño no la confirmaría con su natural inocencia.

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Diario El Regional de Piura
 

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