Por: Nelson Peñaherrera Castillo. Quizás una de las noticias políticas más interesantes de 2018 es el empoderamiento del presidente Martín Vizcarra. Nos caiga bien o no, el hecho es que, de acuerdo con las encuestas de base mayormente capitalina -la tercera parte de la población nacional vive en Lima y Callao-, cuatro por cada cinco peruanos lo respaldan. Sus dos mayores opositores políticos también tienen el mismo resultado, pero al revés: cuatro por cada cinco en promedio desaprueban el liderazgo de Alan García y Keiko Fujimori.
Lo que apuntan varios analistas y opinólogos, y en efecto les tiene la cabeza hecha una criba porque va contra toda teoría política, es que mientras García y Fujimori gozan de un respaldo partidario y de cierta representatividad congresal, Vizcarra ni lo uno ni lo otro. A cambio, Vizcarra tiene apoyo y arrastre popular, la gente le reconoce como su principal líder de opinión (referéndum del 9 de diciembre, dixit) y confía plenamente en él. Cuando García abre la boca, la gente se le burla, principalmente en redes sociales, y cuando Fujimori habla, la gente le escucha pero le da unas palmadas en la cabeza y sigue su vida como si nada.
Los factores coyunturales que alzaron al presidente y derrumbaron a sus opositores pueden ser múltiples y todos cuentan, especialmente el entredicho legal que les cuestiona contra la (todavía) pureza política del gobernante. Pero lo que quizás pocos quieren reconocer, porque está allí gritando como para no ignorar su veracidad, es la estrategia que permitió tal respaldo.
Alguna vez comenté aquí que la gente se aburría y hasta apagaba la tele cuando cualquier congresista salía a declarar, pero se emocionaba hasta las lágrimas cuando la Selección Peruana de Fútbol salía a la cancha, aunque el resultado no le fuera favorable. Digo, quien haya oído el Himno Nacional gritado a coro y no se le haya erizado un solo pelo, que me perdone, pero debería pasar consulta psiquiátrica.
Y no es fanatismo, sino una suerte de salvavidas mental, que tiene una explicación lógica bien interesante.
En términos de propaganda, tienes dos maneras de cohesionar a la población de cualquier territorio: o le presentas un escenario fatalista del que nadie podrá escapar y en el que es mejor seguir la vida, o destacas una fortaleza bajo la que se cohesione toda la colectividad al punto de creerse invencible.
El primer caso es el típico de las autocracias que necesitan como condición sine-qua-non el control del flujo de la información. Por éso, una de las primeras plataformas de que se apoderan son los medios de comunicación e incluso la Internet, de tal manera que no se encuentre atisbos de luz y la oscuridad se retroalimente eficaz y eficientemente. La finalidad es mayormente perversa: al tener convencida a la gente de que nadie la quiere y todos la odian (sí, la canción del gusanito), se sentirá lo suficientemente débil para cuestionar y combatir a la cúpula del régimen que se banquetea de lo lindo. Y cuando hay sospechas de que algo arriba no marcha derechito, la cúpula siempre buscará un culpable externo. Como no hay opción a contrastarlo, la población se creerá la versión oficial.
El segundo modelo se puede generar en torno a dos escenarios: el proactivo o el reactivo. En el proactivo, identificas un valor exitoso común a la gente y en torno a él reconstruyes o refuerzas la identidad del territorio hasta que consigues empoderar a la población, le elevas el autoestima y la lanzas al infinito y más allá; en el reactivo, tu propia gente encuentra referencias externas exitosas que la llevan a plantearse la imitación o la innovación, o ambas, y si como gobernante tienes la suficiente mente abierta para darte cuenta del proceso, entonces lo incorporas en tu retórica de tal manera que lo retroalimentas, lo potencias, y lo transformas en tu principal activo colectivo. Claro que un buen funcionamiento de este segundo modelo supone que promuevas el libre flujo de información, que ni siquiera te metas a controlarla, de tal forma que la gente no solo siente que conquista metas sino que conquista libertades.
El caso peruano es el segundo del segundo. Tras largos años de vivir en una fatalidad derrotista, de pronto la nueva generación de peruanos -los millenials- aprendió que habían allá afuera otros modelos de éxito que se podían replicar perfectamente aquí con los recursos que tenemos a mano. Y comenzaron el proceso de transformación.
Por éso tenemos emprendedores exitosos con modelos empresariales de exportación, o desarrollos científico-académicos que han logrado destacar en sus nichos de la mano con las tecnologías de la información, o estrategias de inclusión social que han recibido premios internacionales, y de pronto ha comenzado el redescubrimiento de un país maravilloso. El fútbol ha sido la consecuencia de esa idiosincracia triunfadora, en la que ya no basta jugar bien sino ganar, competir con rivales fuertes, quizás estrellarse pero darse el lujo de probarse en la cima del mundo. Ricardo Gareca leyó el mensaje y junto con la selección llegó a un mundial profesional tras 36 años de ausencia.
Mejor dicho, la necesidad de triunfar se ha vuelto en una prioridad para el peruano y la peruana de esta generación, y se ha dado cuenta que la mejor manera de conseguirlo es integrándose bajo una sola bandera. Reconozcamos que quienes tuvimos los inspiradores cursos de Educación Cívica en el colegio no lo hemos conseguido con discurso, porque el modelo actual ya no se basa en los discursos sino en las acciones, o, como dice un amigo mío, en la formación de actitud más que en la adquisición de conocimiento, y de allí la necesidad de referentes positivos que funcionen como mentores. Allí todavía estamos fallando, más porque a los grupos de poder no les conviene inspirar sino seguir ahondando en lo depresivo para mantener manipulada a la gente. Pero su modelo se hunde cuando se choca con la necesidad de triunfo del peruano.
Por éso, los discursos que nos separan no están funcionando. Por éso, las actitudes en las que pones en riesgo al país están siendo desaprobadas. Por éso lo que no se configura en esta nueva dinámica se comenzó a discontinuar.
Los líderes políticos lo saben, pero sienten miedo de perder hegemonía en un nuevo escenario donde ya no encajan. Vizcarra no. Vizcarra ha parecido tomar el riesgo, buscar un elemento unificador, mantenerlo firme y... ahí están los resultados.
Que lo hayamos medio elegido no viene al caso. Como el modelo de desarrollo actual se basa en resultados, la gente también exige resultados a su gobernante y eventualmente los está viendo lograr.
Aunque, ojo, como dicen los analistas, no basta el elemento unificador como respaldo, ahora la gente se volverá más exigente con esos resultados, le irá subiendo la valla a Vizcarra, y si éste no logra superarla, no tardará en compartir el mismo espacio que hoy ocupan sus opositores. Y el modelo del Estado Peruano está hecho a medida para que todo fracase, si no, pregúntenle a la gente de Lancones que ya comenzó a detectar grietas en uno de los puentes que Vizcarra acaba de inaugurar.
Si no se cura en salud, o si el puente se desploma, el presidente lo mismo.
Pero, sus opositores, ni éso. Nunca buscaron unificar ni a su partido. En base a las evidencias que están apareciendo, su finalidad fue salvar su propio pellejo a costa, incluso, del de sus correligionarios. O, incluso se dejaron manipular para salvar el pellejo de una cúpula a costa de sus seguidores.
Ésa es la pequeña gran ventaja de Vizcarra; ésa es la torpeza suprema de García y Fujimori.
Por supuesto que nada está dicho, pero los hechos hasta aquí parecen ser éstos. Más que a buen entendedor, aquí el tema es cómo y cuándo tomas tus decisiones.
Definitivamente, los tiempos están cambiando, y la gran revolución consistirá en que la gente se libere poco a poco de todo aquéllo que pretenda manipularla y tomar el control del poder, de aquéllo que le impida triunfar.
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