Por: Nelson Peñaherrera Castillo. Mentir no es delito. Al menos legalmente no lo es, hasta donde me explicaron. Moralmente lo ideal sería no mentir, pero muchas veces usamos la mentira porque estamos protegiendo un efecto en particular: un protocolo familiar, por ejemplo, siempre sostiene que cuando alguien muy cercano fallece, a la hora de notificar al pariente directo usemos la fórmula "está muy grave y necesitamos que vengas tan pronto como puedas", con el consiguiente apagón informativo.
Claro que hacer ese tipo de gracias en tiempos de redes sociales e inmediatez cada vez se va haciendo más complicado, pero siempre se mide el grado de sensibilidad a la hora de dar malas noticias al menos en el entorno más íntimo.
Quizás lo mejor para todos es decir siempre la verdad, aunque duela más, pero termina siendo el hecho real y no una edulcoración de las cosas, y en todo caso habrá que ser muy asertivo para ser lo más honesto o veraz posible sin que éso implique ser agresivo.
Sí, decir las cosas es todo un arte.
Pero como decía antes, el tema no es lo que se dice sino para qué se dice, el efecto, la consecuencia. El tema es la intención que se tiene a la hora de decir una verdad, una media verdad o una mentira.
¿Se está protegiendo un bien colectivo o se está protegiendo un bien egoísta?
Y así, mientras más filosofía le metemos al asunto, más nos internamos en esos escabrosos campos de la relatividad de las cosas, y al final resulta que lo que decimos no tiene importancia ya que lo que interesa, a la postre, es la protección del fin. Sí, de ésto ya hemos tratado antes en esta columna, sentando como premisa que tal o cual fin no justifica ciertos medios.
El tema es qué pasa cuando el uso de la mentira o la verdad está bajo poder de alguien quien solo protege fines egoístas, y estos fines egoístas buscan quebrantar la ley expresamente, o usarla de tal forma que me beneficie individualmente o beneficie al grupo que me sigue. Más claro, cómo aquéllo que se dice se convierte en un arma en la boca de un o una delincuente, y qué capacidad tiene para marcarnos la agenda pública.
Éso es lo que estamos pasando por estas semanas. De pronto, ante las evidencias por demás explícitas, resulta que los delincuentes han sostenido en espacios públicos (y en cadena nacional) que era necesario mentir para sostener un supuesto bien colectivo. Total, mentir no es delito, como dicen.
¿Cómo estamos reaccionando al respecto? ¿Lo estamos detectando, lo estamos asumiendo, lo estamos naturalizando, lo estamos rechazando, o nos da exactamente lo mismo?
Confieso que cuesta trabajo escribir al respecto porque es obvio que aún no hemos llegado al final de esta etapa en que descubrimos que nuestra libertad, nuestros bienes, nuestra democracia han dependido de un grupo de personas de clara actitud psicopática, las que hicieron lo imposible por ganar poder ni siquiera para hacernos daño (al menos no, en principio), sino para que sus pellejos tengan los privilegios que al resto nos cuesta trabajo conseguir de forma digna y legal, siempre que consideremos que esa es la forma de conseguir las cosas, claro está.
Peor aún, tenemos dudas justificadas sobre si tal o cuál es quien dice ser.
Es cierto, mentir no es delito; pero no dejemos que ésa sea la defensa fácil y fundamental de quien delinque. En su voz y sus acciones, no solo es un delito (por lo menos, una falta moral sí lo es), sino es una amenaza a nuestra tranquilidad, nuestro modelo de gobierno e incluso nuestra vida y la vida de quienes más queremos.
Aunque más valioso sería que esa exigencia comience por casa, y más que por casa, por cada uno de nosotros y cada una de nosotras.
Buena chamba que nos toca, ¿no?
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