Por: Nelson Peñaherrera Castillo. No solo aquí, pero en muchas partes del mundo libre, los campus de las universidades gozan de autonomía, es decir que se autogobiernan al punto que una autoridad civil debe cumplir ciertos protocolos y conseguir determinados permisos para ingresar cuando no la invitan. Hasta ahí es como se describe este derecho; pero, ¿cuál es el deber? Pues, que esas normas de autogobierno deben sujetarse a las leyes del territorio donde se ubican.
Auto, auto, auto. Esto me recuerda una metáfora: cuando muchos autos circulan sin reglas, en algún momento terminarán por estrellarse; por eso las señales de tránsito son necesarias. Aunque, pensándolo bonito, creo que de eso se trata la columna de hoy. Sigamos.
En Perú, donde cada quien quiere interpretar las cosas a su modo y hacernos creer que ésa es la norma, sucede al revés: pensamos que el autogobierno está por encima del bien y del mal, y todo termina convirtiéndose en una especie de señorío feudal.
Eso explica por qué algunas universidades se han convertido en minidictaduras (con anuencia de sus consejos universitarios o los partidos hegemónicos), las que terminan estrellándose cuando el ente regulador quiere ponerles orden, pero aun así resisten a doblegarse, y el conflicto estalla.
Y no solo las universidades. Las rondas campesinas, que nacieron como una solución fáctica informal a la ausencia del gobierno formal, y que eventualmente se han ganado su formalidad, se olvidaron del verbo colaborar con la ley nacional en algunos casos, y más bien están imponiendo su ley sobre cualquier otro tipo de ordenamiento peruano.
Como resultado, tenemos algo así como un relativismo criminal: lo que en los códigos civil y penal son faltas y delitos, respectivamente, para algunas dirigencias de rondas campesinas no lo son y viceversa, llegando incluso a invadir espacios geográficos donde el gobierno sí tiene presencia (y buena presencia) formal llevándose de encuentro a la autoridad vigente. Y la autoridad vigente, que suele tener poder pero no se ha ganado el respeto, pues, termina humillando la cerviz.¿Un ejemplo? Aquí vamos, y quien termine con ronchas que se rasque con disimulo: en la sierra de Piura, como lo denuncié alguna vez por esta misma columna, hay comités de rondas campesinas que cuando un sujeto de 30 años o más se le ocurre hacer pareja con una niña de 13 años, a la que incluso viola, a la ronda no se le ocurre mejor idea que transar económicamente entre el agresor sexual y la familia de la chica. Plata en mano, violación perdonada. Sin embargo, cuando al dirigente de rondas la autoridad política le cae gorda, que se le va encima con latigazos y todo para defenestrarla.
Si alguien en las rondas campesinas se siente aludido, lo siento mucho: me tocan un pelo y se acordarán de mí toda su vida. Advertidos están porque en este país no hay delito de opinión, algo que no puedo garantizar en sus espacios donde las voces disidentes son silenciadas a fuetazos. Aquí y en cualquier lugar del mundo libre, eso se llama censura. Por lo menos, en el Perú, van contra el segundo artículo de la Constitución Política que –ahora entiendo—hay ciertos politiqueros que penan y viven por traerse abajo.
Y quienes ya están viendo a la realidad rural como desincronizada del mundo, pues permítanme decirles que en ciertas provincias, o distritos, donde la gente intercambia información con el 4G más veloz, hay alcaldes que también se consideran una suerte de semidioses (sin aludir a alguien en especial) y administran el territorio casi que pisando huevos, convirtiendo sus decisiones en dogmas y no oyendo a nadie más excepto su reflejo en el espejo. De ese modo, no queda claro si gobierna el alcalde o su complejo narcisista. Difícil que ambos, pues sería clínicamente contradictorio.
Y lo mismo sucede en ciertos gobiernos regionales, algunos organismos públicos descentralizados, la mayoría de organizaciones juveniles, casi todos los sindicatos; y así sucesivamente podríamos pasarnos todo el día con algo que resumiremos en tres palabras: un largo etcétera. Aunque como dije en el segundo párrafo, esto es un problema de autos: autocracias extremamente focalizadas que pretenden reemplazar a la autoridad oficial bajo un concepto antojadizo de autodeterminación, incluso a costa de su vida.
Entonces, en el Perú hemos entendido la autonomía no como una forma de desarrollar espacios democráticos en los que se optimice la toma de decisiones sino anárquicos,, o dictatoriales, en los que ni siquiera se trata de pequeñas nacionalidades contenidas dentro de un espacio mayor, sino una especie de países aparte dentro de uno más grande, lo que termina generando choques frecuentes por temas de jurisdicción, a pesar de que nuestro ordenamiento lo tiene muy claro. En Geopolítica a estos espacios se les llama enclaves, y su aparición revela un serio desbalance en el flujo del poder.
Es cierto y es respetable que muchas de estas organizaciones invoquen un origen mucho anterior al del país, pero también es cierto que el solo hecho de estar dentro de un país implica que la autonomía no solo tenga equilibrio sino que tenga límites. Si los tiene, hay que hacerlos respetar; si no los tiene, habrá que ponerlos. Y el principio es bien simple: si nos reconocemos que todos y todas merecemos un trato igualitario, o equitativo (no son sinónimos), ante la ley, entonces allí está un buen criterio para comenzar el sinceramiento de dónde acaba el autogobierno y comienza la jurisdicción local, departamental o nacional. Si a alguien no le gusta eso, plantee otra idea lógica y desapasionada.
Aunque, siendo bien mal pensados, cuando estas autocracias extremamente focalizadas buscan la forma compulsiva de imponerse y perpetuarse, es porque algo nada santo hay debajo, por lo que se teme la intervención de la ley oficial, y por lo que quienes lucen discursos mesiánicos y altisonantes, en lugar de soluciones traen prontuarios policiales o judiciales. ¿Apostamos?
Éste es un tema interesante y hasta fascinante que el nuevo Congreso de la República debería poner al debate público. En mi caso, la cosa está bien definida: si el gobierno tiene presencia, no se necesita una organización paralela que lo haga prescindible (menos aún de naturaleza privada o mal llamada “comunitaria”); si el gobierno no funciona, la comunidad tiene formas individuales y colectivas formales ya contempladas por la ley (y organismos reguladores) que lo pongan en vereda. Pero un país donde hay cientos de micro países o feudos del tipo que sea, simplemente no es viable.
Peor aún si dentro de esos espacios hay una pugna aparte por el poder que atomiza más la interpretación de la realidad jurídica peruana, al punto que cada quien quiere tener su propia Constitución y leyes, o que carece de la capacidad mínima para dialogar y llegar a consensos. El capricho no debe ser la forma ni la norma de gobierno. Así de simple.
Eso no descarta que existan reivindicaciones, lo que me parece justo; pero éstas también han de someterse al escrutinio público puesto que hay colectivos o poblaciones teniendo prioridades mayores que las propias, y si no tengo la humildad suficiente para ceder ante ellas, ¿cómo luego quiero exigir respeto a mis necesidades?
Como dije, el tema es interesante para discutir y desarrollar, y eso es lo que precisamente tenemos que hacer: discutir y desarrollar. Veamos si tenemos la valentía de hacerlo con respeto, tranquilidad y sabiduría. No es mucho pedir, ¿o sí?
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