ERP. (Por: Miguel Godos Curay) “La luna de Paita y el sol de Colán” es un inolvidable decir en Paita. La repetían mis abuelos como si fuera parte del silabario. La frase la acuñó con gentil admiración el florentino Franesco Carletti en su libro de crónicas “Mi viaje alrededor del mundo (1596-1606)”. Carletti se quedó lelo con la sorprendente belleza lunar en el plenilunio y dejó expresa constancia de lo que vio.
La luna da en Paita mayor luz que en cualquier otra parte del mundo. En efecto, Paita es un puerto lunar. Con los movimientos de la luna se ordenan las mareas y cada uno de los actos de la vida misma de sus pobladores.
En luna llena don Pedro Vargas, “el sombrerón” con diestra maestría, mentol y manteca de macho trataba fracturas mal soldadas con pericia de entendido traumatólogo. De su sabiduría dan fe los porteños que acudían a su rancho del jirón Alianza. Doña Hermelinda Villacrez, una sabia partera, acomodaba nonatos hasta la culminación feliz del parto. No existían las ecografías ni las prestobarbas, los pañales descartables que exigen hoy a las parturientas. Bastaba con una tijera Solingen Germany de fino acero, pabilo encerado para atar el ombligo, jabón de pepa, agua tibia, una vieja estampa de San Ramón Nonato para acompañar el trabajo de parto y el Calendario Bristol para bautizar como buen cristiano al recién nacido.
El nombre, para gracia o para sorna, era como la marca de fábrica. Los Juanes, los Josés, los Migueles y los Abrahames abundaban en mi añeja tribu. Las Isabeles, las Rebecas, las Mercedes y las Petronas en la rama femenina. Mi abuelo José se hubiese muerto de infarto con esos retorcidos reveses semánticos que son los nombres hoy de moda como Doogy (perrito), Chester (queso), Brayan (fortachón), Pool (pisicina), entre muchos otros alejados del santoral. De acuerdo al mandato familiar, la cristiana costumbre es la de dar a cada recién nacido un santo de cabecera. La ausencia de santidad es una desgracia insoportable. El santo del día estaba registrado en el Almanaque Bristol infaltable en el hogar. En el Bristol aparecían las lunas crecientes y menguantes, los cuartos, las lunas nuevas y llenas. Todas marcadas con lápiz por las escrupulosas abuelas soberanas del detalle.
La vida doméstica tenía un sorprendente orden en donde se cumplía estrictamente con las fiestas de guardar y los ayunos de la cuaresma. Hoy no, la orgía perpetua, el desenfreno, el poco aprecio de sí mismo han hecho añicos la vieja tradición. Aún recuerdo las previsiones humanas que anticipaban las noches de luna llena. Junto a la cama de los epilépticos no faltaba un acero protector, una tijera bajo la almohada. Y cinchas fuertes para los perturbados mentales. Los locos de mi pueblo este día podían perpetrar hazañas inolvidables como el pasearse desnudos por toda la ciudad y a su paso eran invisibles porque nadie recordaba lo acontecido en plenilunio. Se alejaba de los obsesivos toda clase de pastillas, cuerdas y venenos. Se imposibilitaba a toda costa se produjera un suicidio.
Pasada la luna llena volvía la calma. La tranquilidad apacible del mar. La serenidad trastornada por el magnetismo lunar. Aún recuerdo, como se esperaba la luna llena para recortar la cola a las mascotas finas, capar a los berracos, elaborar la tinta china con anilina para que no se corte, el charol con gomalaca, alcohol y trementina para devolver la lozanía a los viejos muebles. La luna llena alunaba a los amantes y descosía a manos llenas las pasiones intensas. Entonces las viejas cuidaban a las mozas inquietas en previsión de la incursión furtiva de pretendientes no consentidos. Así era la vida lunar del puerto.
Y las noches de luna leía insomne frente al ventanal del malecón doña Ventura Artadi. Leer era entonces un oficio prohibido para los lancheros del puerto pero contra todos los pronósticos despertaron a la lectura con kilos de chistes alquilados en los kioskos de don Jorgito o don Polito. Otros los más cultos leían Life, Bohemia y el Reader´s Digest. Aún saboreo el tamarindo con cola de las raspadillas convidadas por viejos iletrados que querían desentrañar los parlamentos de las historietas de Mandrake, Memín y Dick Tracy. Los ojos alucinados de los viejos sentían la misma emoción de los niños con la lectura en voz alta. Las angustias y los pesares de la familia se resolvían con la baraja española. La interpretación de los sueños persistentes y la espera sin angustias de la muerte.
Así era ese irrepetible mundo lunar en donde las tijeras, el pan de azufre, el alcanfor, el jabón de pepa, el alumbre, el bicarbonato, el carbón, el vinagre de piña, la leche magnesia y el kerosene resolvían todos los problemas de la casa. El mayor tesoro un viejo prismático, una lupa y un potente imán para rascar la arena. Una vieja caracola de galápagos bajo la cama para escuchar el mar cuando te provoque. Y contemplar la luna de plata sobre los grises farallones iluminados. Aún recuerdo la delegación de profesores de Baltimore University detenido el bus contemplando la belleza lunar hasta el éxtasis en el tablazo de Paita. Esa balbuceada sensación de atisbo de la belleza. El memorial de Lorca esa pasión inextinguible entre la luna y los gitanos. En el Romancero gitano que empieza con el Romance de la luna, luna. El poeta la menciona 33 veces. Once en el romance esplendido que empieza con estos versos: “La luna vino a la fragua/con su polisón de nardos. / El niño la mira mira. /El niño la está mirando”. La invocación indeleble dice: “Huye luna, luna, luna./ Si vinieran los gitanos,/harían con tu corazón/collares y anillos blancos.”
Pero la luna es espejo de la luz solar. Tiene las veleidades y los caprichos de la mirada a sí mismo. Luna de vida y luna de la muerte. En Paita los huesos duelen con la luna y para aliviar los achaques se cubren los espejos. En el mundo andino quechua la Mama Quilla, es la compañera de Inti, el sol, la luna es femenina. Anne Marie Hocquenghem, advierte que en los adoratorios costeros la luna es masculino y la fascinación de su culto es un misterio que oscila entre la vida y la muerte. La luna habita la noche y la puebla de fantasmagorías, simbolismos y recuerdos. La preciosa señora de Guadalupe la tiene a sus pies. No es casual que el topónimo México -en náhuatl “Metz – xic – co” – signifique “en el centro de la luna”. La luna en la cosmogonía popular es símbolo de fecundidad, nacimiento, vida, fertilidad de las madres y fecundidad de la tierra. Recorro en la noche de luna los desvencijados callejones del puerto y la voz del caminante dice en la noche. Luna, lunera…ojos azules boca morena.