ERP/Nelson Peñaherrera Castillo. Vuelvo a escribir sobre violencia de género porque tras unos meses de no dedicarme adrede al tema (ante el beneplácito de encubiertos moralistas), noto que la cosa ha degenerado: un imbécil que le echa ácido a la chica porque ya no quiere seguir la relación, otro tarado que la rocía con querosene y le prende fuego, y otro estúpido que mas bien usa gasolina y hace estallar toda una peluquería por la misma razón.
En resumen, el cuadro puede modelarse así: mujeres que se hastiaron de la inequidad en que su relación se sumió, que decidieron liberarse, y hombres que son incapaces de manejar su frustración y deciden no cortar por lo sano sino acabar con todo a la bruta.
Confieso que me siento algo cómplice por no haber seguido insistiendo con el tema, y quizás haber empoderado a que más mujeres (y hombres, por qué no) rompan el círculo de la violencia, denuncien, procesen legalmente a los agresores (o agresoras) y consigan penas ejemplares que, por lo menos, desanimen a otros tantos imbéciles, tarados y estúpidos a que desplieguen la violencia como su mejor forma de imponerse dentro de un conflicto.
Soy culpable por quedarme callado, así que a partir de ahora, o me aguantan o me aguantan (consejo editorial incluído), porque seguiré dándole al asunto hasta que los niveles de atentados contra nuestros círculos más cercanos se reduzcan y desaparezcan, porque mi silencio es el escenario ideal para que los agresores declarados y potenciales actúen con impunidad e inmunidad. Éso fue lo que ha buscado la sistemática extinción de varias herramientas legales propuestas para acabar con la violencia de género y los crímenes de odio.
Llamar imbécil, tarado o estúpido a un hombre agresor declarado o en potencia no es un insulto en este contexto. Si le escoze... lo que tenga que escozerle, es porque, efectivamente, algo no anda bien en su cabeza, anda pésimo, horrible, espeluznante, anda en una franca caída marcada por el odio a una sociedad que quizás lo haya tratado con violencia, pero de la que no tiene ni un nanómetro de intención por quererse curar, por también liberarse con inteligencia, respeto, libertad y cariño.
Si siente que soy una amenaza para su existencia por mi posición rebelde y militante, lo siento: él es la real amenaza a la vida de quienes le rodean y la mía propia. Lo siento y lo denuncio abiertamente para que ese entorno abra los ojos y tome medidas aquí y ahora.
Bueno, y si cree que exagero, que no pasa nada, que este disidente de la 'virilidad' está hablando pura mariconada, está en su derecho; pero, ¿saben qué?: al menos iré a mi cama con la conciencia tranquila de haber advertido, avisado, alertado, prevenido que el enemigo no soy yo, ni pretendo serlo.
Un hombre que se libera de la violencia como modo de vida no es un monstruo, sino alguien que decidió honrar a su especie como individuo pensante.
Como me lo comentaba un amigo hace un par de días al almorzar, este incremento de los casos de violencia de género ya escaparon al machismo y han entrado en un círculo mayor, el de una enfermedad mental muy grave, letal y dolorosa como un cáncer pero al nivel del alma.
Eventualmente lo estamos llamando Transtorno Mental Discriminador (TMD), donde la base es el odio a la diferencia maquillada como tendencia a la moral, donde la caricia esconde un deseo de posesión, donde al inicio se puede ceder a la negativa pero conforme las cosas cuajen será el gatillo para reaccionar incluso cegando la vida.
Si crees que es chiste, si crees que es exageración, si crees que estoy fumando de la mala, quizás estés sufriendo de TMD.
Hay cura, menos mal, pero no se halla en ninguna parte sino dentro de ti, en tu propia energía, en tu propia capacidad de racionalizar las cosas, en esa dimensión que tienes miedo a explorar y exponer porque podrían censurarte o despreciarte. Y en este punto, pregúntate: ¿vives para ser feliz o para hacer feliz a alguien?
Los síntomas graves de la TMD son, entonces, la imbecilidad, la taradez y la estupidez. El problema es que, cuando se llega a ese estadío, quizás no haya camino de retorno y la única terapia de choque es huir, denunciarlo ante la autoridad, pedir protección legal, usar todas las herramientas represoras para evitar que el daño se acentúe hasta matar.
Ahora, si decides no ser cómplice, alégrate: no estamos solos. Hay mucha gente que está curándose y previniendo de que la TMD los contagie. A pesar de todo, la esperanza sigue siendo la constante positiva.
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