ERP/M.Seminario. Que la dinámica de cotidianidad ha cambiado casi al 100%, no hay quien lo niegue de entre los que pasan de 50 años. Recuerdo a Sullana como una ciudad casi obscura, pese a que hacía varias décadas Tomás Alva Edinson ya había derrotado a la obscuridad. Era cotidiano ver a las refrigeradoras funcionar a kerosene, el mundo se movía así en gran parte, había lavadoras a kerosene, cocinas a kerosene, la vida doméstica funcionaba en alianza con aparatos con este líquido, para los que podían comprarlos, porque la electricidad era para alumbrarse por las noches, y hasta determinadas horas.
En uno de sus viajes a Lima, mi abuela regresó con dos planchas eléctricas que nos llamaron la atención, hasta entonces yo conocía solo las que funcionaban con carbón, pero las trajo con la esperanza de que pronto las promesas de los políticos de darle luz eléctrica a Sullana las 24 horas del día se hicieran realidad; pero lo que más añoraba y pedía a gritos la población, era el agua potable para todo el trazo urbano, agua que solo se contaba en el antiguo casco urbano de la ciudad, y que se había extendido hacia algunas zonas de crecimiento, pero un gran porcentaje se abastecía de agua del río, o agua que se vendía en pilones públicos, y había que llegar hasta ellos para comprarla.
Los aguateros eran personajes infaltables en la ciudad, en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX se les veía subir por la actual calle Callao, venían desde el río portando el agua, primero en cantaros, y luego en barriles, quizá esto disminuyó un poco cuando se dio la concesión de abastecimiento de agua potable, antes que finalice el siglo XIX a mi tocayo Arturo Goddar, personaje a quien nadie recordaba en Sullana , la única que si había escuchado su nombre, era doña Adelinda Merino Pérez Ases de Cruz, fue la única con la que conversé sobre este personaje, cuando en 1986 le conté que había ubicado en el Archivo General de la Nación, la escritura de contrato con Goddar, que vino a poner término, en parte, a un problema de la población, que estaba, y está asentada sobre un gran promontorio, mientras que el río pasa muy bajo de ella.
Uno de los aguateros que alcancé a ver fue a “Don Hermógenes”, quien vivía en la última casa de la última cuadra de la calle Espinar. Como él, otros sullaneros sobrevivían llevando agua a varios domicilios, desde muy temprano se les escuchaba pasar con sus acémilas y luego, me parecía algo encantador verlos vaciar el agua en las barricas de los lugares de destino, que iba llenándose poco a poco.
Recuerdo que en 1966 y 1972, cuando parecía que ya no hacía falta aguateros en la mayor parte de la ciudad, algunos volvieron a revivir, porque el río creció tremendamente, se malograron las bombas, no había agua, y mientras los que podían iban en su vehículos particulares hasta el río, los que no los tenían precisaron de los aguateros, que quizá aparecieron en público por última vez.