ERP. La señora muerte es parte de esa invisible prolongación familiar. Nos acompaña siempre. Como dice el poeta del prerrenacimiento: “Nuestras vidas son los ríos/ que va a dar a la mar/ que es el morir…” En el imaginario popular tiene una categoría extraordinaria. Cuando alguien muere se coloca un vaso con agua en un rincón de su casa y el mismo se evapora misteriosamente. El rito dura nueve días de rezos y plegarias por el descanso de su alma.
Por Lic. Miguel Godos Curay
Periodista y docente universitario
En Santo Domingo (Morropón) al filo de la madrugada y frente al resplandor de las velas, en pleno velorio, se entona la Salve de las vacas que recuerda el pasaje bíblico del mendigo Lázaro que ansiaba saciarse con las migajas del espléndido banquete del rico epulón. Muerto el mendigo fue llevado por los ángeles ante Abraham. El rico en su triste final invocaba a Abraham envíe a Lázaro para que moje su dedo en agua y le refresque en su indecible tormento. En la sierra de Piura las exequias y el acompañamiento se realiza en medio de una ofrenda de granos arrojados a lo largo del camino.
Nuestros caminos están poblados de cruces, peanas y recordatorios de veneración a animas prodigiosas producto de percances carreteros o en lugares inhóspitos en donde el destino arrebató una vida. La memoria reconstruye los escenarios trágicos, historias y provocadores recuerdos que comparten los viajeros y trajinantes. En esta legión de desgracias puras están una racha de accidentes.
En La Huaca (Paita) se venera año a año a las “ánimas descarriladas”. Un 12 de enero de 1886, entre las haciendas “La Chira” y “Valdivia” se descarriló un tren que cubría la ruta Paita-Sullana conduciendo tropas. Entrada la noche, el tren por no atropellar a un toro que descansaba entre los rieles salió fuera de la vía. Cuatro oficiales y dieciocho soldados perecieron en el acto y otros 46 quedaron malheridos gravemente. Desde entonces se recuerda a las inocentes víctimas en una capilla erigida en su memoria.
El itinerario de la muerte reúne percances de todo tipo: suicidios con finales conmovedores como la del aplicado estudiante de leyes al que le llegó la falsa noticia de la muerte de su prometida. Presa de dolor y desolación se produjo el suicidio del enamorado hasta el tuétano dejando en la infinita soledad a la consorte. Últimamente se ha incrementado la estadística de suicidas adolescentes aturdidos por las reprimendas y los bajos rendimientos en las clases virtuales. El aislamiento angustia, perturba y enajena. El deterioro de la salud mental en menores no es un juego.
En Piura, los muertos “penan” y son objeto de la piedad popular. Para muchos las benditas ánimas del purgatorio por la excepcionalidad de su condición brindan protección a quien ofrece ruegos por su descanso eterno. Las penas son parte de las variadas formas en las que se hace sentir el más allá. Ruidos, apariciones, movimientos extraños, alcobas inhabitables y pesadillas insuperables son parte de ese caos de sensaciones tan piuranas. El antídoto para todas ellas es la oración, la aspersión de agua bendita por todos los rincones y oficios religiosos por las ánimas olvidadas.
Las tumbas del soldado desconocido en la carretera a Morropón, la de “La turquita”, una gitana fallecida de tránsito por Chulucanas. En Piura existe un altar, a espaldas del Colegio San Miguel en la avenida Cushing, en memoria de Angélica Flores Castillo, La Chabaquita. Una mujer víctima de la violencia de su conviviente fallecida en 1948 con una legión numerosa de devotos agradecidos, En Sullana, la peana de Juan de Dios,en el Canal Cieneguillo. Lugar concurrido por conductores y comerciantes que colocan velas y flores.
El 1 de noviembre los feligreses recuerdan a los párvulos y ángeles. Los padres del pequeño fallecido reparten miel y panecillos entre los niños de la edad del ausente. El rito se cumple en el atrio de la iglesia. Ofrenda similar son los tradicionales “angelitos”, coloridos dulces tradicionales elaborados con piña y camote que se comparten en la fecha. El día 2 dedicado a los difuntos la ofrenda propiciatoria son las tradicionales roscas o panes de muerto en memorial de los adultos fallecidos.
Hasta antes de la pandemia parte de esta viva tradición son las “velaciones” en la que familias enteras concurrían a venerar a sus muertos acompañándolos a la luz de velas o bombillos eléctricos. Las velas de cera ardiendo simbolizan el curso de la vida. El esplendor y el ocaso. La existencia y la muerte. En las caletas del litoral y villorrios se acostumbra en plenas velaciones compartir café de olleta con galletas de agua y comida preparada para la ocasión entre familiares y amigos. A todo ello se suman ramos y coronas de flores, vivas o de satén, oraciones y responsos. En esta festividad tradicional Piura entera se volcaba a los camposantos. En tiempos de pandemia y por las restricciones sanitarias las familias se reúnen al calor del hogar.
La muerte es el final de la existencia. Para el filósofo José Luis Aranguren (1909-1996) existe una muerte apropiada que es constitutivamente parte de la vida. Pero también existe la muerte indeseable e inesperada que te sorprende en los sinuosos meandros de la existencia. La muerte es una preocupación, ocupación anterior, al cruzar la última esquina de la existencia. Muerte absurda es la que no tiene sentido. Desemboca en la pregunta radical de Sartre: ¿cuándo el hombre muere qué es lo que muere? El hombre para las cosas o las cosas mueren para el hombre. La muerte entendida como un hecho bruto que acaba conmigo y todas las posibilidades de ser.
Advierte Aranguren, citando a San Pablo: Ninguno muere para sí mismo, morimos para el Señor. Dios nos tiene enteros, porque morimos ante Dios y hacia Dios, la muerte tiene sentido. De ordinario vivimos disfrutando de la película de nuestra existencia sin remitirnos nunca hacia el final. Vivimos eludiendo a la muerte como posibilidad. Reprimimos el pensamiento final mediante el artificio de la juventud eterna y los relativos progresos de la ciencia para la prolongación de la existencia. En este extremo como diría Lorca en los romances de Antoñito el Camborio: Acuérdate de la Virgen porque te vas a morir.
Existe toda una parafernalia en torno a la muerte. Los muertos nunca salen por la puerta principal de una clínica o establecimiento de salud. Siempre se les retira por las puertas traseras. En Piura, por ejemplo, se suele despedir al muerto del que fue su hogar o de los lugares en los que transcurrió su vida. Los cargadores del féretro realizan tres solemnes venias. La despedida es entendida como un adiós postrero para que ya no regrese. Nuestros abuelos en su testamento indicaban su preferencia en la mortaja. La sarga y cordón de San Francisco, la casulla mercedaria o el hábito carmelita. Hoy es una práctica extendida el maquillaje y embellecimiento del cadáver como si estuviera vivo. Existe un rito laboral entre peinadores y maquilladores al iniciar su oficio el de utilizar por primera vez sus herramientas en un cadáver NN porque protege la menuda tarea personal en el gremio.
A Epicuro se atribuye la frase que dice: “Yo y mi muerte somos incompatibles. Cuando la muerte venga hacia mí, yo ya no estaré. Y mientras viva, la muerte no está en mí”. Otra forma de eludir a la muerte tan extendida entre médicos es la de fabricar mentiras piadosas al moribundo. A lo más se consigue aliviar los dolores y evitar que el moribundo sea consciente de su inminente muerte. Otra práctica perversa es la de atontar y adormecer al moribundo. El resultado es una enajenación frente el final de la vida.
Nuestras abuelas eran conscientes de la preparación del moribundo para bien morir. Morir en casa rodeado de la familia con el oportuno auxilio espiritual para tranquilidad de quien parte. Una muerte cristiana digna confiada en la resurrección. El final del proceso fisiológico de la vida es un acto humano ineludible. La muerte no se puede entender si no es en función de la vida. Y como acto final es un retorno a las mismas fuentes de la vida.