Por: Nelson Peñaherrera Castillo. Apenas se conoció sobre el suicidio del ex presidente Alan García el miércoles, una teoría de conspiración comenzó a extenderse por las redes sociales lo mismo que fuego sobre charco de gasolina: el deceso era un ‘bluff’, todo un montaje cuya finalidad era la de encubrir una fuga del político ante la acción de la justicia. Incluso hubo alguien que compartió una supuesta foto del aprista tomando un vuelo a París, Francia.
El principal argumento de esta teoría conspirativa se basa en que nadie vio el cuerpo de García, que no se mostró, que los medios no sacamos ni fotos ni videos. No sé. A mí me hizo corto circuito la cabeza porque mientras todos los y las apristas estaban en la etapa 2 del proceso de duelo (uno que otro ya en etapa 3 tirando para 4), esta otra gente se resistía a dejar la etapa 1. Entonces, pensé en el estado de la salud mental de nuestro país, y el rompecabezas comenzó a tener sentido. Pan comido.
La explicación simple y cruel de por qué mucha gente se creyó tal teoría de la conspiración no es otra que el hecho de que la mayoría de la gente peruana tiene una mente altamente morbosa. Sí, la tiene. No te escandalices. Somos un pueblo donde lo queremos ver todo, absolutamente todo, sin cortes, sin ediciones, lo más lúbricamente explícito que sea posible para asquearnos de la boca para afuera, pero para solazarnos hasta el éxtasis de la boca para adentro hasta llegar a un cierto tipo de clímax enfermizo que se convierta en nuestro placer culposo recurrente.
Una de las cosas que te enseñan cuando tienes que acompañar a una persona en el dolor de haber perdido a alguien es ser lo más sobrio posible en tu pésame.
Un “lo siento”, “aquí me tienes para lo que necesites”, un estrecho abrazo sincero bastan y sobran. Listo. Más nada. Otros detalles no vienen al caso puesto que se trata de serempático, de ponerse un poquito en el zapato de la otra persona.
Pero no. La gente peruana en su mayoría no es así. Quiere el detalle de primera mano: cómo pasó, cómo quedó, a lo mejor no sufrió mucho o quizás sí. Detalles, detalles, detalles. No, no queremos aplacar la carga del doliente; queremos satisfacer nuestro afán de morbo, de excitación inconfesable que nos produce saberlo todo y sin filtro. Sí, es egoísmo elevado a su enésima potencia. ¿Por qué? Porque nuestra respuesta al dolor es generar más dolor.
Una de las cosas insoportables por las que asistir a una honra fúnebre me parece vomitivo es exhibir al cadáver para la contemplación de la concurrencia. Me pasó con uno de mis mejores amigos, quien falleció hace un año. Muy en contra de mí mismo, accedí a acompañar a una amiga común hasta el féretro donde se exhibía su cuerpo –su cabeza, en realidad- para estar un rato ahí. Mientras yo trataba de calmar mi ansiedad meditando con los momentos alegres que viví junto a este ‘pata’ del alma, tratando de conectar con su espíritu mediante algo de oración, de pronto alguien a mi oreja derecha se lanzó un “uy, pero se olvidaron de afeitarlo”. O sea, what? ¿A qué diablos vinimos a ver al difunto?
Ahora que recuerdo, cuando éramos más jóvenes, alguna vez dijimos que si moríamos, queríamos un funeral solo con la gente cercana, la que realmente nos quiso en vida. Nadie más. Algo de oración, recuerdos, y listo.
La otra cosa altamente vomitiva a mi juicio son los responseros, los sujetos que conducen una paraliturgia en memoria del difunto. ¿En memoria? ¡Mangos! La sesión termina siendo un despliegue de exacerbación morbosa de la pena de los familiares disfrazado de oraciones conocidas y rebuscadas que la concurrencia debe repetir cual lorito. Me pasó con el ffuneral del padre de un amigo íntimo, donde el monitor, zurrándose en todo el Derecho Canónico corregido y aumentado, no anduvo tranquilo hasta que no generó el llanto de la familia doliente, mi amigo entre ellos, a quien solo media hora antes había tratado de estabilizar con un “lo siento, aquí me tienes para lo que necesites”.
¿Costumbre? ¡Oigan! Hay costumbres que serán muy costumbres, pero de saludables no tienen nada, que contradicen todo el sentido cristiano de la muerte, del paso a la otra vida que hay como un proceso natural y personal, no forzado ni colectivo.
Simplemente no aguanté más, y sin roche alguno nos salimos de ahí con otros dos amigos a quienes eso no nos pareció un acto piadoso ni poniéndole dos monedas de un centavo. Era, en rrealidad, un espectáculo de muy mal gusto donde la estrella no era el difunto sino el rezador. Si el responsero se ponía una tanga roja con lentejuelas y blandía una estola de plumas, no hacía mucha diferencia, honestamente.
Ah, y a mi padre le parece insufrible cuando la concurrencia en pleno funeral es obligada a entonar el “Resucitó, resucitó”, especialmente cuando se llega al verso de “la muerte, ¿dónde está la muerte?”. ¡Oigan! ¡Ahí está en sus narices! ¿Necesitan más evidencia o qué diablos?
Ah, pero del lado no católico tampoco se quedan atrás, por si acaso. Me pasó cuando falleció la hermana de un amigo. Así que decidí participar del servicio que se hizo apenas el cuerpo llegó a casa de la familia. Ni bien el pastor dijo los cinco primeros minutos del rollo, quería salir disparado, o en un acto de protección de la salud mental de todo el mundo, sacarlo a empellones y entregarlo al primer policía que pasara, puesto que todo su discurso se basó en imaginar al detalle extremo los minutos de agonía de la víctima. Y no era el único. Mi amigo también estaba dispuesto a olvidarse del dolor de la concurrencia y practicar algo de muay thai con el pastor, que fuerza en sus piernas me consta que sí tiene.
Claro que para el resto esta exacerbación del morbo debe ser algo tan natural que no tuvo el empacho de exigir con la mayor “indignación” que le fuera posible, enseñar el cuerpo de una persona que había decidido autolesionarse disparándose en la cabeza. ¡No se pasen! ¿En serio querían ver eso?
El diario La República sacó el jueves una crónica detallada, sin escarbar en lo mórbido, de la mañana en que García fue detenido, basada en los testimonios de los policías que acompañaron al fiscal quien tuvo a cargo la diligencia. Una vez que todo el mundo escuchó el disparo, a los efectivos les tocó treparse por una cornisa y un balcón para entrar al dormitorio del político y hallarlo con la herida en su cabeza, con la sangre salpicada en su cama y el suelo, con el arma percutada en el suelo. El resto lo vimos por la televisión y lo escuchamos por la radio.
Si para estos teóricos nacionales de la conspiración y todo el mundo que les dio “Me gusta” en Facebook esto no es suficiente, el problema no es Alan, el problema son ellos y ellas, y en particular esa mente ávida de detalles explícitos, de la ausencia de filtro, de la insensibilidad disfrazada de interés nacional, del morbo en su estado más puro arropado con un aparente manto de desconfianza. Ya vendrá otro funeral y verás que todo lo aquí descrito se cumplirá al pie de la letra. Amén.
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