Por: Nelson Peñaherrera Castillo. Como la entiendo, una relación tóxica es aquélla que luce grandiosa a primera vista, pero conforme avanzas el tiempo, sea poco o sea no tan prolongado, te das cuenta que termina destruyéndote en todos los sentidos. Si no lo advertimos en alguna ocasión, y no comenzamos a desintoxicarnos, casi que estaremos toda la vida condenados y condenadas a relacionarnos -si me permiten el verbo- tóxicamente por defecto.
Es algo así como los chocolates de a luca disponibles en el mercado: son riquísimos de comer y seguir comiendo, pero tarde o temprano nos comienzan a taponar las arterias, y ve quiénte salva de un posible infarto. Y la razón es tan simple como que lo que nos venden como chocolate no es estrictamente chocolate aunque sepa y luzca como chocolate (los paladares más o menos cultos dicen que la diferencia se siente desde el aroma).
He estado leyendo unos papeles en la red sobre cómo se relaciona tóxicamente un post-adolescente, y hay tres aspectos que saltan a la vista: su egoísmo, sus prejuicios y su alta dependencia del qué dirán.
El egoísmo nos hace sentir que todo el universo gira en torno nuestro. No, no es autoestima, porque en el autoestima nos sentimos importantes y con valía sin ignorar que tenemos puntos débiles (y sin dejar que éstos nos debiliten más); en el egoísmo no consideramos a nada ni nadie más allá de nuestro ser, y creemos que somos más invulnerables que los universos DC y Marvel juntos porque nos aterra pensar que tenemos puntos débiles, o calificamos como tales a los que realmente no lo son.
Los prejuicios nos llevan a valorarlo todo según nuestros parámetros, sin considerar si éstos son errados (lo que sucede la mayor parte de ocasiones), y los proyectamos como si fuese una verdad absoluta. ésa es la premisa de esa tóxica corriente de pensamiento llamada posverdad, en la que el aspecto mitológico o subjetivo tiene más peso que la realidad objetiva (ejemplo clásico: cuando le damos peso de certeza a una noticia evidentemente falsa).
La dependencia del qué dirán es la contradicción del cóctel. Diríase que es directamente proporcional a nuestro grado de egoísmo. Nos sentimos tan centro del universo que jamás toleramos que se nos ignore; y cuando éso pasa, o nos moldeamos al punto de hacer un personaje que le gusta a todo el mundo menos a nosotros y nosotras, o atropellamos a medio mundo con nuestra personalidad, creyendo que es un signo de autenticidad, pero no, en realidad es un signo de violencia y despersonalización. Entonces, cuando se apaga el reflector, resulta que no somos quienes creemos ser o quienes la gente cree que somos.
El caso es que parece que muchos y muchas aún no hemos emergido de esa etapa post adolescente a la siguiente superior: el primer estadío de la adultez.
Dicho ésto, si solemos establecer relaciones tóxicas en nuestra vida, y no somos capaces de identificarlas y romper con ellas de modo inteligente, ya hablamos de una patología, mal o enfermedad. Y pasa que es una enfermedad que lo infesta todo, desde nuestros espacios más íntimos hasta nuestros espacios más públicos. De ese modo, una persona que siempre construye relaciones tóxicas termina haciendo insostenible y hasta peligrosa cualquier tipo de convivencia social: o se aferra al punto de herir, o hiere al punto -incluso- de matar.
Y cuando estas personas dirigen grupos o pretenden dirigir grupos de personas, ay mamita. Miremos, por ejemplo, nuestra clase política nacional y regional. Cuando las personas creen que están por encima o por fuera de toda ley y regla, cuando sienten que los espacios públicos son solo suyos sin importarle el resto de la comunidad, cuando el centro de la vida política son ellos y ellas, y nadie más tiene acceso a ese espacio, en cierto modo estamos presenciando conductas tóxicas.
Ésa es la oferta. ¿qué hay con la demanda?
Resulta que muchos y muchas están allí imponiendo su voluntad contra la democracia porque se lo hemos permitido o se lo queremos permitir.
Me pregunto si el voto que le dimos o les daremos es un síntoma de que también tendemos a construir relaciones tóxicas, y todo resulta siendo una proyección de nuestra endeble psicología, en la que el empaque vale más que el contenido, en el que la aprobación social pesa más allá que la convicción personal, en la que las zonas cómodas abundan mientras los espacios de desafío andan vacíos (no, no andan escasos sino vacíos).
No tengo la respuesta porque no estoy calificado para darla, pero sí puedo entender que algo malo está pasando para que permitamos que gente tóxica nos lidere tóxicamente, y les respaldemos tóxicamente: egoístamente, fanáticamente, dependientemente.
Costará mucho romper este círculo vicioso personal que se proyecta al público, y especialmente a la política nuestra de cada día, pero tenemos que hacerlo. Tenemos que evitar que aquéllo que creemos válido nos termine destruyendo. Tenemos que pensar seriamente antes de poner la cruz o el aspa, o hasta hacer cualquier garabato si lo hemos considerado como opción. Tenemos que sanarnos para que nuestro entorno se sane.
Y la oportunidad no solo se presenta el domingo 9. Se presenta a cada instante de nuestra vida, si sabemos identificarlo con un poco de sabiduría. Ésa es la clave. A éso debemos tender.
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